jueves, 26 de abril de 2012


Tercera clase 
Segunda parte 
Cuentos

Antes que nada un pedido de la profe que aclaró que deben cumplir con el 75% de la asistencia para seguir en al materia porque ha tenido muchos problemas administrativos, así que si no es por razones de fuerza mayor asistan, si no presenten los certificados correspondientes, no se dejen estar. No piensen que este blog está pensado para que falten, yo subo mis apuntes, que insisto, son subjetivos y hasta pobres frente a la dinámica de la clase. La profesora estará ausente el 9 de mayo.

El primer cuento que abordamos antes de ingresar en el "Almohadón de plumas" es el de Rubén Darío "La muerte de la Emperatriz de China". Leonel Ríos (próximo expositor el miércoles que viene de los cuentos del cine de Quiroga) hace un breve resumen del argumento y luego se comienza con el análisis. Una compañera plantea una lectura sexual en relación con el mirlo, pues, para ella, aquél representaría al falo del hombre. Pero la profesora hace una lectura a contra pelo ya que mucho no la convence y plantea que siempre hay que justificar las intuiciones que se tienen de un texto con teoría o con lo que en él se expresa. Pregunta si sabemos qué significado tiene el mirlo, otra compañera comenta que es el pájaro del amor y se plantea la idea de la risa final de éste como triunfo del amor ante la competencia del arte con la vida cotidiana.

La misma compañera que comentó la información sobre el mirlo plantea una hipotética (piensa "loca") lectura de que haya un atisbo de homosexualidad ya que la firma del amigo al protagonista reza "Tu Robert", pero al final acuerda con la profesora que debe ser un modismo de la época porque en el texto no hay demasiados indicios que den a entender esa lectura.
Otra compañera destaca un párrafo muy interesante en que se nota bien el modernismo cuando Recadero  intenta adivinar de quién está celosa su mujer y comienza a fraccionar el cuerpo de las aquéllas de las que puede sospechar: "¿Por la ricachona Gabriela, de largos cabellos negros, blanca como un alabastro y cuyo busto había hecho? ¿O por aquella Luisa, la danzarina, que tenía una cintura de avispa, un seno de buena nodriza y unos ojos incendiarios? ¿O por la viudita Andrea, que al reír sacaba la punta de la lengua, roja y felina, entre sus dientes brillantes y amarfilados?".


Finalmente, la profesora hace a un compañero leer el principio del relato, "Suzette se llamaba la avecita que había puesto en jaula de seda, peluches y encajes un soñador artista cazador, que la había cazado una mañana de mayo en que había mucha luz en el aire y muchas rosas abiertas.", para mostrar como ese mirlo es una suerte de repetición de Suzette, la cual es rosada como una cerdita y está dentro de la casa esperando a su amado.


La profesora, nuevamente, pide una síntesis argumental y luego pregunta qué pudieron ver. Un compañero comenta que le hizo recordar mucho a "El retrato de Dorian Grey" de Oscar Wilde. La profe no está muy convencida porque en sí los fines son distintos, en el "Retrato oval" está más explotado el sentido de el arte como consumidora de la vida, mientras que en Dorian Grey hay una idea de perpetuación de la juventud, de inmortalidad. En "El retrato oval" para darle vida al arte hace falta que el otro se muera (esto se verá en el cuento "El Vampiro" de Horacio Quiroga).

Luego se plantea una charla sobre cómo el espejo que capta y devuelve, esto lo trabaja Bajtín que también plantea la cuestión de que los autorretratos son siniestros porque el yo creador se mira a sí mismo en un espejo, pero ese no es el verdadero yo, puesto que es el otro el que lo debería constituir como sujeto. Esto de lo siniestro se puede ver en un texto de Freud titulado "Lo siniestro" en el cual trabaja un cuento fantástico espectacular que es el "Hombre de arena" de Hoffman. También la fotografía causa este sentido ya que se la compara con la muerte porque ese instante que se capta ya no existe más.
Volviendo al relato, plantea que este retrato que hace el artista adquirió vida porque se murió la esposa, relación con lo vampírico. Pero ¿dónde se encuentra esta historia? Enmarcada por la de un peregrino que herido llega hasta un castillo y tiene un malestar que genera en el lector un efecto de verosimilitud o certeza del relato que se puede poner en duda. Al llegar a la habitación se pone en la cama y pide que lo dejen tranquilo y cierren los postigos para que no entre luz, se abra la cortina, se ponga la luz para que dé una luz determinada para comenzar a ver el espectáculo de los cuadros de las paredes (relación con el cine). Hasta que por una posición casual de la vela logra divisar el retrato oval y aquí aparece un "Deus ex machina" que es el librito que nos meterá en la segunda historia (que, como plantea Piglia, todos los relatos son la articulación de dos relatos, según como se articulen podemos seguir los relatos).

miércoles, 25 de abril de 2012

Tercera clase, parte I, poesía modernista: Rubén Darío

Tercera clase 
Primera parte 
Poesía modernista: Rubén Darío

Antes que nada un pedido de la profe que aclaró que deben cumplir con el 75% de la asistencia para seguir en al materia porque ha tenido muchos problemas administrativos, así que si no es por razones de fuerza mayor asistan, si no presenten los certificados correspondientes, no se dejen estar. No piensen que este blog está pensado para que falten, yo subo mis apuntes, que insisto, son subjetivos y hasta pobres frente a la dinámica de la clase.

La clase comenzó con una recuperación de algunos de los temas que surgieron a partir de la lectura, la clase pasada, del poema XLIII de José Martí (subido en el post anterior). Entre ellos se destacó como el cuerpo de la mujer aparece fragmentado, lo que se relaciona con la idea de Barthes de que el lenguaje erotiza el cuerpo porque lo fracciona, como a todo. Como ejercicio nos plantea que pensemos como ha variado en la historia Por ejemplo, en Mme. Bobary se destaca un pie como parte del cuerpo erotizante, aquello que deja ver el ruedo de la pollera que significa una suerte de dimensión de su mundo. En cambio, para los modernistas lo erótico se va a encontrar en el cuello, en las orejas y en el pecho femenino. Hoy en día ya se ha deserotizado ese cuerpo por tanta exposición.

Otro tema que surgió es cómo la vestimenta también connota significados y se detuvo en los sombreros, ya que en un trabajo sobre la moda, Benjamín plantea que la forma de ponerse un sombrero en una mujer (si dejaba ver los ojos, si los tapaba, si tapaba uno sí y otro no, etc.) configuran las maneras de conectarse con la mirada femenina. Pues la mirada, en este mundo modernista va a ser fugaz, Boudelaire trabaja esta idea de ese encuentro y última mirada que se da entre al multitud que se lleva a ese otro. Cuando dos sujetos se encuentran casualmente en la calle y se miran penetrantes, hay algo que los separa y les impide volverse a encontrar. Para esto recomendó que leyésemos "A una transeúnte (A une passante)".

Continuando con la idea de la mujer en el modernismo planteó que la mujer dentro de este sistema ocupa un lugar de espera y entrega, una geisha generalizada.

Ahora pasamos a ver en Rubén Darío cómo pone en escena ese lugar de la mujer en el imaginario modernista con la lectura del poema "De invierno". Aquí se destaca la mirada del que llega al "bulín" y se encuentra con su amante que lo espera. También aparece un "leiv motif" que se desarrolla en el siglo XIX, como plantea Boudelaire, que es el del "calor del hogar" como lucha contra el frío externo. El poeta y teórico francés va a ver cómo la literatura se convierte en símbolo que el poeta debe descifrar, esto lo tomará el modernismo. Como también tomará temáticas del clasicismo. 

Otro punto en que se centró en la lectura del poema fue en el verso "Como una rosa roja que fuera flor de lis", en donde en esa utilización de la flor se está planteando una desfloración. También se destaca lo "kitsch" del ambiente rodeado de objetos lujosos como esas telas pesadas.


Ahora pasamos a otro poema para cerrar esta idea de la mujer que plasma el modernismo y Rubén Darío en "Venus" en el cual se destaca nuevamente a la mujer dentro de una jaula de oro, rodeada de lujos. En primer lugar, en su título se puede ver primero una fuerte marca con la tradición grecolatina, mientras que, en segundo lugar, se puede observar la admiración del poeta por la mujer Sujeto, la mujer de carne y hueso que desplaza a la virgen.


"Ite missa est" (afuera la misa se acabó) muestra esa idea anterior concretada, ya la mujer a la que se devociona no es a la virgen sino a la de carne y hueso que puede devolver el amor, las caricias y los besos al amante. Se destaca la idea de que hay que adorar a una mujer que concibe. Eloisa es el símbolo del amor está tan enamora de Abelardo que al morir éste  mezcla sus cenizas en una copa y se las toma; máxima expresión de la pasión amorosa (esto se puede ver, también, en el cuento "Amada en el amado" de Silvina Ocampo, título que está sacado de la Canción II: LA NOCHE OSCURA de San Juan de la Cruz). Esto se relaciona también con el canibalismo que es una forma de consumir la energía del otro.

sábado, 21 de abril de 2012

Tercera parte y final de clase dos: Quiroga

Tercera parte y final de clase dos
Apuntes Cecilia Caruso
Parte en la que yo fui a sacar fotocopias



Quiroga:

Tiene muy en cuenta la forma de su escritura (relación con Poe)
Reflexiona sobre la escritura de los cuentos en:
El manual del perfecto cuentista (que sale publicado en la revista El hogar) y en Los trucs del perfecto cuentista.
Algunas de las reflexiones de Quiroga sobre la buena escritura de los cuentos son:
Debe existir una relación necesaria entre el comienzo y el final.
Debe tenerse en cuenta al final desde el comienzo de la escritura.

El cuento debe tener un leit motiv conductor.

Debe comenzarse “in medias res” (en palabras de Quiroga, desde una “frase complementaria”)

El personaje surge ex nihilo y se completa (concepto de la crítica alemana Kate Hamburguer)

Debe crearse un efecto sorpresa: trabajar la escritura revirtiendo el lugar común.

Tiempo: los cuentos deben leerse desde una sola sentada.

Quiroga logra una renovación del gótico. Toma temas del gótico pero los atraviesa con la técnica que lo obsesiona. Lo irracional iluminado por la técnica.

Tener en cuenta que el gótico es antecedente del fantástico.

Temáticas:

Lo otro dentro de uno mismo. En lo otro se deposita todo aquello que se niega de uno. (Pensar que estos conceptos son pre freudianos).

El gótico está situados en los límites de la cultura burguesa y entra en relación dialógica con ellos, canaliza deseos (ver el ensayo Fantasy de Rosemary Jackson). Similar a lo que ocurre en la pintura de Goya: “El sueño de la razón produce monstruos.”

El gótico nombra aquello que socialmente no puede nombrarse.  Por otro lado, tiene una mirada pesimista, no apuesta al progreso.

Retomando el tema de la muerte, cuando aparece un relato, MUERE el autor (dejándole el lugar al narrador). Existe un ensayo de Foucault sobre el Canto VIII de La odisea en el que relata cómo Ulises llora como una viuda cuando escucha sus aventuras en boca de otros: en ese momento sus historias ya no le pertenecen.

La profesora nombra textos c omo el de Silvina Ocampo “Yo sin mí” y nombra el concepto de desdoblamiento en literatura: el que enuncia y el enunciado.

Monstruos del fantástico: provocan atracción y horror.  Están en el límite, al borde entre la vida y la muerte.
Provocan atracción erótica. El VAMPIRO figura erótica por excelencia. El vampiro succiona sangre, todo lo que en literatura nombre fluidos posee un componente erótico.

La profesora nombra el ensayo de Georges Bataille: El erotismo y el concepto de “pequeña muerte” del que habla el autor.

Nombra también la película El imperio de los sentidos (1976, Dir: Nagisa Oshima) donde también aparece el concepto de muerte ligada al sexo.

La literatura crea un continuum: disuelve a la muerte (Tristán e Isolda -  Romeo y Julieta).

Concepto de muerte como elemento que le da sentida a la vida.

La muerte hace a la eticidad del hombre porque no sabe cuándo va a morir. El hombre no decide cuándo se nace y cuándo se muere.

El erotismo y el vampirismo están ligados.

La inmortalidad implica continuarse en el otro (nuevamente concepto erótico)

Mujer vampiro: atracción ilimitada en el hombre. El hombre vampiro, también, produce fascinación en la mujer.

Los modernistas intentan descubrir el misterio de la creación del universo por analogía con la creación del hombre, la reproducción humana.

El deseo de los modernistas es descubrir la realidad a través de la palabra.

La obsesión modernista por la mujer, su belleza, su cuerpo,  entonces, está ligada al deseo de conocer el universo.
 
Esto puede leerse en Lugones en “Los doce gozos de los crepúsculos del jardín” y en el poema XLIII de José Martí: 
Poema XLIII
Mucho señora daría
José Martí

Mucho, señora, daría
Por tender sobre tu espalda
Tu cabellera bravía,
Tu cabellera de gualda:
Despacio la tendería,
Callado la besaría.
Por sobre la oreja fina
  Baja 
lujoso el cabello,
Los mismo que una cortina
Que se levanta hacia el cuello.
La oreja es obra divina
De porcelana de China.
Mucho, señora, te diera
Por desenredar el nudo
De tu roja cabellera
Sobre tu cuello desnudo:
Muy despacio la esparciera,
Hilo por hilo la abriera.

El poeta va discurriendo desde la cabellera y el cuello de la mujer, hasta el monte de venus. Lo hace a través de la descripción del cuerpo de la dama pero también a través de los tiempos verbales: 1° y 2° estrofa: condicional (“daría”), última estrofa: subjuntivo (“diera”), tiempo verbal ligado al deseo.

Segunda parte de clase 2: Quiroga, el buen tipo

Clase 2
Segunda parte
Horacio Quiroga
Una suerte de apuntalada mía

Un alumno comenta que le llaman la atención unas palabras bastante duras de J.L.Borges hacia la figura de Horacio Quiroga: "Horacio Quiroga es, en realidad, una superstición uruguaya. La invención de sus cuentos es mala, la emoción nula y la ejecución de una incomparable torpeza". La profe explica que ni él, ni Bioy lo veían con buenos ojos a Quiroga. Aunque hay que destacar que en la "Invención de Morel" se puede hallar una clara influencia de los cuentos del cine en aquél. Pero no hay que olvidar que Borges también había sido despiadado con Lugones, aunque escribe un libro sobre él con clara admiración. Para esto es interesante pensar en el campo intelectual que plantea Pierre Bourdieu. 

Otro compañero comenta que a Artl también lo trataban mal. Acá la profe aclara que, en verdad, Artl tenía mucho de creación porque era secretario de Güiraldes (quien le había cambiado el nombre a "La vida puerca" por "El juguete rabioso") y trabajaba en los principales diarios. Artl se crea una imagen que no coincidía con el sujeto. 

Por su parte, Ludmer trabaja la idea de esa división, que no era tan dura como se cree, entre los de boedo y los de florida, planteando que en los primeros se encontraba fuertemente la imagen de la costurerita de Carriego y en los segundos, la del malevo, ese hombre de arrabal borgeano.

Horacio Quiroga es uruguayo e hijo de un cónsul argentino, nació en Salto 1868 y se suicidó en 1937. Es un hombre que se encuentra muy marcado desde pequeño con la muerte y el suicidio. Se comenta, se dice, se sabe, se rumorea, que tuvo una relación con Alfonsina Storni que en un poema de ella se puede leer cómo, luego de un largo tiempo, al reencontrarse con él, se halla frente a un hombre más viejo y pequeño en "Hombre pequeñito". Esta es la primera vez en que la palabra de la mujer degrada al hombre, también es la primera vez que desea el cuerpo de un hombre en la escritura de "El tren".

Abelardo Casillo dixit: "Que no hay cuento de Quiroga donde el protagonista sea la muerte. Oto es el miedo. Otra la voluntad. El drama entre la transitoiredad del hombre y su búsqueda de un absoluto -el amor, un lugar en el mundo-, la fascinación y el horror de la muerte son los grandes temas de Quiroga."

Ya desde temprano concurre a las terturlias de Lugones y recorre el camino modernista.

1901 - primer libro: Los arrecifes de coral

1903 - Viaje con Lugones como fotógrafo a Misiones.

Publica cuentos de Terror en una revista de Borges y éste se espanta cuando Quiroga le exige que se le pague. Quiroga es el primero que lucha por una profesionalización del escritor.

Se casa con una alumnita de 16 años, mientras que él anda por los cuarenta. Se la lleva a Misiones en una chosa cerca de la casa de los suegros de su joven y padeciente mujer. Con ella tendrá dos hijos que criará duramente en la selva misionera hasta el punto de dejarlos solos en esa espesura o atarlos de precipicios para que se fortalezcan. Su esposa enfermará, Quiroga la abandona y la deja morir sola. Un buen tipo.

1916 muerte de la mujer.

1917 se publica "Cuentos de locura, amor y muerte" con el "Almohadón de plumas" (1907).

Los relatos de Quiroga pueden distinguirse en dos ambientes: los de la frontera, y los de la ciudad en donde se enmarcan los cuentos del cine que tienen un importante tinte fantástico. Acá demuestra como logra con sus relatos el efecto que provoca el cine en los espectadores, la impresión. Las mujeres que se presentarán en estos relatos son aquellas mujeres flacas casi tuberculosas relacionadas con lo vampírico. 


La muerte es el horror y la atracción, en las tribus que han mantenido sus tradiciones, hay un gran rechazo y temor hacia la cámara fotográfica, esto se puede rastrear en la obra de Benjamín y de Barthes. La fotografía capta eso que muere y el cine modela el modo de ver.


Sujeto descentralizado, según Benjamín, provoca que se priorice la moda y se descubra al Otro, al pobre, por ejemplo, que aparece en "Los ojos de los pobres" de Boudelaire. Pero a ese otro se lo descubre como acechante y peligroso, pues es el obrero que tiene en sus manos las herramientas de los grandes capitales. Aquí, según Foucault, empieza el género policial como texto aleccionador. En la modernidad al sujeto se le ha movido el suelo, todos los parámetros lo han dejado en ascuas.

miércoles, 18 de abril de 2012

Clase dos
Primera parte
¿Qué es la literatura? 
(Todo lo que está para clickear tiene link para ampliar)

La clase de hoy arrancó con un desarrollo de la "metodología" que tiene la profe para explicar, o al menos intentarlo, ¿qué es la literatura? Para eso comentó que una de las mejores maneras de encarar a la literatura es ir acechándola en espiral. Esto la llevó a recordar una frase que aparece en "Los argumentos" de Juan José Saer (autor que veremos más adelante) en la que un personaje, Pichón Garay, le escribe a otro, Tomatis, lo siguiente: "Estoy tratando de decirte que el extranjero —es decir, la vida para mí desde hace siete años— es un rodeo estúpido, y tal vez en espiral, que me hace pasar, una y otra vez, por la latitud del punto capital, pero un poco más lejos cada vez.  Releyéndome, compruebo que, como de costumbre, lo esencial no se ha dejado decir.". En fin, aquí se plantea un método para leer la literatura pues el volver, y el volver, uno al texto, provoca siempre un acercamiento y un alejamiento que culmina en una idea, una reflexión.

Lo siguiente lo planteó la profe  mientras explicaba lo anterior:

  • Principio constructivo: es una característica formal que predomina en un autor. Por ejemplo, Cortázar tiene como principio constructivo el "pasaje", la mayoría de sus relatos se conforman, se desarrollan, en  espacios de pasajes, los puentes, las galerías, los tablones, hasta el doble mismo es una suerte de "pasaje" a un otro. El texto infinito de "pasaje" es Continuidad de los Parques ya que se encierra en la cinta de Moebius. 
Nueva, e insistentemente, ¿qué es la literatura? ¿cómo hacer para definirla cuando su materia y argumentos están compartidos.  "En un lugar de la Mancha", ¿qué pasa con esas palabras?, ¿por qué  sabemos que es una novela o un poema? ¿Qué tienen esas palabras? Foucault explica que con la literatura va socavando el sentido de esas palabras y en ese hueco que va haciendo, las hace circular.

Cada palabra tiene una característica, un pliegue. Bajtìn plantea que las palabras se van llenando de anillos de sentidos. Por lo tanto, si en la literatura de Borges aparecen los atardeceres, lo rosado, tiene una determinada connotación que define que estamos hablando de un poema. 

Los límites de los géneros son ambiguos, Borges plantea que si pensamos en la frase del Quijote "En un lugar de la Mancha..." se puede ver allí el comienzo para un policial, puesto que, al fin y al cabo, que otra cosa es el lector sino un detective que busca indicios cual amante celoso (pero no todo lector es este tipo de amante).


La literatura tiene dos principios que, según Barthes, en su "Lección inaugural", explican  ¿qué es la literatura? La primera realista, que explica, según Tinianov, que la literatura tiene series; y la utópica en donde existe la intensión de narrar lo innarrable, eso que Borges dice en su Aleph: "Arribo, ahora, al inefable centro de mi relato, empieza aquí, mi desesperación de escritor". El arte, se puede pensar, como lo hace Artl, como un cortar y pegar, un arte de pegar.

Por otro lado, la literatura tiene la posibilidad de reflexionar sobre sí misma, de plantearse como metatexto. Ahí podríamos ubicar a "Los adioses" de Juan Carlos Onetti (cuyo autor les robé para exponer, perdón). En este relato el "chisme" se convierte en un contructor de relatos, boicotea una verdad establecida ya que donde hay una verdad no se puede dudar y generar un realto. Esto lo trabaja Edgardo Cozarinsky en "El museo del chisme". El punto de vista va armando un relato que sólo es posible porque no se sabe la verdad. De esta forma la literatura se puede pensar como un mercado de chismes. Esto se puede ver en autores como Proust, Henry James, Virginia Woolf, en donde el punto de vista itinera, no se da completo, escatima siempre su núcleo de veracidad.

La dilación es otro estructurante interesante para la literatura, una motivación, puesto que es la muerte y con la escritura, con la narración, se busca alejarse de ella aunque, inevitablemente, se va hacia allí. En "El narrador", Benjamín plantea que las casas vacías están rodeadas de muerte. Y recuerda cómo en las familias del Polo Norte existía la tradición de mantener a los ancianos dentro de la casa para ver cómo llegaba la corrupción, cómo la experiencia se queda. Pero nuestra sociedad lo aparta. Para Benjamín el narrador del relato se conforma en ese que se queda y cuenta la tradición como también en el que se va. Esto recuerda también al cuento que está en Argumentos de Saer "En el extranjero": "Releyéndome, compruebo que, como de costumbre, lo esencial no se ha dejado decir.O incluso: dichosos los que se quedan, Tomatis, dichosos los que se quedan. De tanto viajar las huellas se entrecruzan, los rastros se sumergen o se aniquilan y si se vuelve alguna vez, no va que viene con uno, insasiable, el extranjero, y se instala en la casa natal." . La muerte se considera, pues, como condensación de todos los relatos, en los orígenes tenemos esto en las narraciones de Scheherazade que salva su vida a través de los cuentos narrados al Sultán que la rapto por mil y una noches, una noche, en la que narrará la historia de una joven que es raptada por un Sultán que la quiere violar y matar y para evitarlo comienza a contarle historias, una gran puesta en abismo.

Macula del relato: es donde se condensa todo el argumento y sentido del relato, el resto lo que hace es repetirlo, esparcirlo.

Textos para la clase siguiente (hagán click en los nombres para ir a los links de los textos): El Almohadón de plumas de Quiroga;  La muerte de la emperatriz de China de Rubén Darío y El retrato oval de Edgar Allan Poe.


Recordar que las fotocopias quedaron en lo de José Luis, las piden por Seminario de Castellano de Mancini 2012.

jueves, 12 de abril de 2012

Lecturas para la semana que viene y para la otra



Chicxs acá subo algunos links de los textos que hay que leer de Quiroga. Sí o sí para la clase que viene tengan leído "El almohadón de plumas"

Corto español: 

Los cuentos del cine son los siguientes: 

Miss Dorothy Phillips, mi esposa: este lo escaneé, pido perdón por el lápiz con el que lo subrayé, pero bue, soy así, espero que les sirva:


http://www.4shared.com/office/6jrMlzM-/Miss_Dorothy_Phillips_mi_espos.html

El vampiro, éste lo pego directamente acá porque no lo encuentro en internet y no sé cómo lo tengo en archivo:

El vampiro
Horacio Quiroga

Son estas líneas las últimas que escribo. Hace un instante acabo de sorprender en los médicos miradas significativas sobre mi estado: la extrema depresión nerviosa en que yazgo llega conmigo a su fin.

He padecido hace un mes de un fuerte shock seguido de fiebre cerebral. Mal repuesto aún, sufro una recaída que me conduce directamente a este sanatorio.

Tumba viva han llamado los enfermos nerviosos de la guerra a estos establecimientos aislados en medio del campo, donde se yace inmóvil en la penumbra, y preservado por todos los medios posibles del menor ruido. Sonara bruscamente un tiro en el corredor exterior, y la mitad de los enfermos moriría. La explosión incesante de las granadas ha convertido a estos soldados en lo que son. Yacen extendidos a lo largo de sus camas, atontados, inertes, muertos de verdad en el silencio que amortaja como denso algodón su sistema nervioso deshecho. Pero el menor ruido brusco, el cierre de una puerta, el rodar de una cucharita, les arranca un horrible alarido.

Tal es su sistema nervioso. En otra época esos hombres fueron briosos e inflamados asaltantes de la guerra. Hoy, la brusca caída de un plato los mataría a todos. Aunque yo no he estado en la guerra, no podría resistir tampoco un ruido inesperado. La sola apertura a la luz de un postigo me arrancaría un grito.

Pero esta represión de torturas no calma mis males.

En la penumbra sepulcral y el silencio sin límites de la vasta sala, yazgo inmóvil, con los ojos cerrados, muerto. Pero dentro de mí, todo mi ser está al acecho. Mi ser todo, mi colapso y mi agonía son un ansia blanca y extenuada hasta la muerte, que debe sobrevenir en breve. Instante tras instante, espero oír más allá del silencio, desmenuzado y puntillado en vertiginosa lejanía, un crepitar remoto. En la tiniebla de mis ojos espero a cada momento ver, blanco, concentrado y diminuto, el fantasma de una mujer.

En un pasado reciente e inmemorial, ese fantasma paseó por el comedor, se detuvo, reemprendió su camino, sin saber qué destino era el suyo. Después... 
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Yo era un hombre robusto, de buen humor y nervios sanos. Recibí un día una carta de un desconocido en que se me solicitaba datos sobre ciertos comentarios hechos una vez por mí alrededor de los rayos N1.

Aunque no es raro recibir demandas por el estilo, llamó mi atención el interés demostrado hacia un ligero artículo de divulgación, de parte de un individuo a todas luces culto, como en sus breves líneas lo dejaba traslucir el incógnito solicitante.

Yo recordaba apenas los comentarios en cuestión. Contesté a aquél, sin embargo, dándole, con el nombre del periódico en que habían aparecido, la fecha aproximada de su publicación. Hecho lo cual me olvidé del todo del incidente.

Un mes más tarde, tornaba a recibir otra carta de la misma persona. Me preguntaba si la experiencia de que yo hacía mención en mi artículo (evidentemente lo había ya leído) era sólo una fantasía de mi mente, o había sido realizada de verdad.

Me intrigó un poco la persistencia de mi desconocido en solicitar de mí, vago diletante de las ciencias, lo que podía obtener con sacra autoridad en los profundos estudios sobre la materia; pues era evidente que en alguna fuente me había informado yo cuando comenté la extraña acción de los rayos N1. Y a pesar de esto, que no podía ser ignorado por mi culto corresponsal, se empeñaba él en comprobar, por boca mía, la veracidad y la precisión de ciertos fenómenos de óptica que cualquier hombre de ciencia podía confirmarle.

Yo apenas recordaba, como he dicho, lo que había escrito sobre los rayos en cuestión. Haciendo un esfuerzo hallé en el fondo de mi memoria la experiencia a que aludía el solicitante, y le contesté que si se refería al fenómeno por el cual los ladrillos asoleados la facultad de emitir rayos N1 cuando se los duerme con cloroformo, podía garantirle que era exacto. Gustavo Le Bon, entre otros, había verificado el fenómeno.

Contesté, pues, a este tenor, y torné a olvidarme de los rayos N1.

Breve olvido. Una tercera carta llegó, con los agradecimientos de fórmula sobre mi informe, y las líneas finales que transcribo tal cual.

“No era ésa la experiencia sobre la cual deseaba conocer su impresión personal. Pero como comprendo que una correspondencia proseguida así llegaría a fastidiar a usted, le ruego quiera concederme unos instantes de conversación, en su casa o donde usted tuviera a bien otorgármelos.”

Tales eran las líneas. Desde luego, yo había desechado ya la idea inicial de tratar con un loco. Ya entonces, creo, sospeché qué esperaba de mí, por qué solicitaba mi impresión, y a dónde quería ir mi incógnito corresponsal. No eran mis pobres conocimientos científicos lo que le interesaba.

Y esto lo vi por fin, tan claro como ve un hombre en el espejo su propia imagen, observándole atentamente, cuando al día siguiente don Guillen de Orzúa y Rosales –así decía llamarse– se sentó a mi frente en el escritorio, y comenzó a hablar.

Ante todo hablaré de su físico. Era un hombre en la segunda juventud, cuyo continente, figura y mesura de palabras denunciaban a las claras al hombre de fortuna larga e inteligentemente disfrutada. El hábito de las riquezas –de  vieux-riche– era evidentemente lo que primero se advertía en él.

Llamaba la atención el tono cálido de su piel alrededor de los ojos, como el de las personas dedicadas al estudio de los rayos catódicos. Peinaba su cabello negrísimo con exacta raya al costado, y su mirada tranquila y casi fría expresaba la misma seguridad de sí y la misma mesura de su calmo continente.

A las primeras palabras cambiadas:

–¿Es usted español? –le pregunté, extrañado de la falta de acento peninsular, y aun hispanoamericano, en un hombre de tal apellido.

–No –me respondió brevemente; y tras una corta pausa me expuso el motivo de su visita–: Sin ser un hombre de ciencia –dijo, cruzando las manos encima de la mesa–, he hecho algunas experiencias sobre los fenómenos a que he aludido en mi correspondencia. Mi fortuna me permite el lujo de un laboratorio muy superior, desgraciadamente, a mi capacidad para utilizarlo. No he descubierto fenómeno nuevo alguno ni mis pretensiones pasan de las de un simple ocioso, aficionado al misterio. Conozco algo la singular fisiología –llamémosla así– de los rayos N1, y no hubiera vuelto a insistir en ellos, me parece, si el anuncio de su artículo hecho por un amigo, primero, y el artículo mismo, después, no hubieran vuelto a despertar mi mal dormida curiosidad por los rayos N1. Al final de sus comentarios impresos, sugiere usted el paralelismo entre ciertas ondas auditivas y emanaciones visuales. Del mismo modo que se imprime la voz en el circuito de la radio, se puede imprimir el efluvio de un semblante en otro circuito de orden visual. Si me he hecho entender bien –pues no se trata de energía eléctrica alguna–, ruego a usted quiera responder a esta pregunta: ¿Conocía usted alguna experiencia a este respecto cuando escribió sus comentarios, o la sugestión de esas corporizaciones fue sólo en usted una especulación imaginativa? Es este el motivo y esta la curiosidad, señor Grant, que me han llevado a escribirle dos veces, y me han traído luego a su casa, tal vez a incomodarle a usted.

Dicho lo cual, y con las manos siempre cruzadas, esperó.

Yo respondí inmediatamente. Pero con la misma rapidez que se analiza y desmenuza un largo recuerdo antes de contestar, me acordé de la sugestión a que había aludido el visitante: si la retina impresionada por la ardiente contemplación de un retrato puede influir sobre una placa sensible al punto de obtener un “doble” de ese retrato, del mismo modo las fuerzas vivas del pueden, bajo la excitación de tales rayos emocionales, no producir, sino “crear” una imagen en un circuito visual y tangible...

Tal era la tesis sustentada en mi artículo.

–No sé –había respondido yo inmediatamente– que se hayan hecho experiencias al respecto... Todo eso no ha sido más que una especulación imaginativa, como dice usted muy bien. Nada hay de serio en mi tesis.

–¿No cree usted, entonces, en ella?

Y con las cruzadas manos siempre calmas, mi visitante me miró.

Esa mirada –que llegaba recién– era lo que me había preiluminado sobre los verdaderos motivos que tenía mi hombre para conocer “mi impresión personal”.

Pero no contesté.

–Ni para mí ni para usted es un misterio –continuó él– que los rayos N1 solos no alcanzarán nunca a impresionar otra cosa que ladrillos o retratos asoleados. Otro aspecto del problema es el que me trae a distraerlo de sus preciosos momentos...

–¿A hacerme una pregunta, concediéndome una respuesta? –lo interrumpí sonriendo–. ¡Perfectamente! Y usted mismo, señor Rosales, ¿cree en ella?

–Usted sabe que sí –respondió.

Si entre la mirada de un desconocido que echa sus cartas sobre la mesa y la de otro que oculta las suyas ha existido alguna vez la certeza de poseer ambos el mismo juego, en esa circunstancia nos hallábamos mi interlocutor y yo.

Sólo existe un excitante de las fuerzas extrañas, capaz de lanzar en explosión un alma: este excitante es la imaginación. Para nada interesaban los rayos N1 a mi visitante. Corría a casa, en cambio, tras el desvarío imaginativo que acusaba mi artículo.

–¿Cree usted, entonces –le observé–, en las impresiones infrafotográficas? ¿Supone que yo soy... sujeto?
–Estoy seguro –me respondió.

–¿Lo ha intentado usted consigo mismo?

–No aún; pero lo intentaré. Por estar seguro de que usted no podría haber sentido esa sugestión obscura, sin poseer su conquista en potencia, es por lo que he venido a verlo.

–Pero las sugestiones y las ocurrencias abundan –torné a observar–. Los manicomios están llenos de ellas.

–No. Lo están de las ocurrencias “anormales”, pero no vistas “normalmente”, como las suyas. Sólo es imposible lo que no se puede concebir, ha sido dicho. Hay un inconfundible modo de decir una verdad por el cual se reconoce que es verdad. Usted posee ese don.

–Yo tengo la imaginación un poco enferma... –argüí, batiéndome en retirada.

–También la tengo enferma yo –sonrió él–. Pero es tiempo –agregó levantándose– de no distraerle a usted más. Voy a concretar el fin de mi visita en breves palabras: ¿Quiere usted estudiar conmigo lo que podríamos llamar su tesis? ¿Se siente usted con fuerzas para correr el riesgo?

–¿De un fracaso? –inquirí.

–No. No son los fracasos lo que podríamos temer.

–¿Qué?

–Lo contrario...

–Creo lo mismo –asentí yo, y en pos de una pausa–. ¿Está usted seguro, señor Rosales, de su sistema nervioso?

–Mucho –tornó a sonreír con su calma habitual–. Sería para mí un placer tenerle a usted al cabo de mis experiencias. ¿Me permite usted que nos volvamos a ver otro día? Yo vivo solo, tengo pocos amigos, y es demasiado rico el conocimiento que he hecho de usted para que no desee contarlo entre aquéllos.

–Encantado, señor Rosales –me incliné.

Y un instante después, dicho extraño señor abandonaba mi compañía.

Muy extraño, sin duda. Un hombre culto, de gran fortuna, sin patria y sin amigos, entretenido en experiencias más extrañas que su mismo existir, lo tenía todo de su parte para excitar mi curiosidad. Podría él ser un maniático, un perseguido y un fronterizo; pero lo que es indudable, es que poseía una gran fuerza de voluntad... Y para los seres que viven en la frontera del más allá racional, la voluntad es el único sésamo que puede abrirles las puertas de lo eternamente prohibido.

Encerrarse en las tinieblas con una placa sensible ante los ojos y contemplarla hasta imprimir en ella los rasgos de una mujer amada, no es una experiencia que cueste la vida. Rosales podía intentarla, realizarla, sin que genio alguno puesto en libertad viniera a reclamar su alma.

Pero la pendiente ineludible y fatal a que esas fantasías arrastran, era lo que me inquietaba en él y temía por mí.
A pesar de sus promesas, nada supe de Rosales durante algún tiempo. Una tarde la casualidad nos puso uno al lado del otro en el pasadizo central de un cinematógrafo, cuando salíamos ambos a mitad de una sección. Rosales se retiraba con lentitud, alta la cabeza a los rayos de la luz y sombras que partían de la linterna proyectura y atravesaba oblicuamente la sala.

Parecía distraído con ello, pues tuve que nombrarlo dos veces para que me oyera.

–Me proporciona usted un gran placer –me dijo–. ¿Tiene usted algún tiempo disponible, señor Grant?

–Muy poco –le respondí.

–Perfecto. ¿Diez minutos, sí? Entremos entonces en cualquier lado.

Cuando estuvimos frente a sendas tazas de café que humeaban estérilmente:

–¿Novedades, señor Rosales? –le pregunté–. ¿Ha obtenido usted algo?

–Nada, si se refiere usted a cosa distinta de la impresión de una placa sensible. Es esta una pobre experiencia que no repetiré más, tampoco. Cerca de nosotros puede haber cosas más interesantes... Cuando usted me vio hace un momento, yo seguía el haz luminoso que atravesaba la sala. ¿Le interesa a usted el cinematógrafo, señor Grant?

–Mucho.

–Estaba seguro. ¿Cree usted que esos rayos de proyección agitados por la vida de un hombre no llevan hasta la pantalla otra cosa que una helada ampliación eléctrica? Y perdone usted la efusión de mi palabra... Hace días que no duermo, he perdido casi la facultad de dormir. Yo tomo café toda la noche, pero no duermo... Y prosigo, señor Grant: ¿Sabe usted lo qué es la vida en una pintura, y en qué se diferencia un mal cuadro de otro? El retrato oval de Poe vivía, porque había sido pintado con “la vida misma”. ¿Cree usted que sólo puede haber un galvánico remedo de vida en el semblante de la mujer que despierta, levanta e incendia la sala entera? ¿Cree usted que una simple ilusión fotográfica es capaz de engañar de ese modo el profundo sentido que de la realidad femenina posee un hombre?

Y calló, esperando mi respuesta.

Se suele preguntar sin objeto. Pero cuando Rosales lo hacía, no lo hacía en vano. Preguntaba seriamente para que se le respondiera. ¿Pero qué responder a un hombre que me hacía esa pregunta con la voz medida y cortés de siempre? Al cabo de un instante, sin embargo, contesté:

–Creo que tiene usted razón, a medias... Hay, sin duda, algo más que luz galvánica en una película; pero no es vida. También existen los espectros.

–No he oído decir nunca –objetó él– que mil hombres inmóviles y a obscuras hayan deseado a un espectro.

Se hizo una larga pausa, que rompí levantándome.

–Van ya diez minutos, señor Rosales –sonreí.

Él hizo lo mismo.

–Ha sido usted muy amable escuchándome, señor Grant. ¿Querría llevar su amabilidad hasta aceptar una invitación a comer en mi compañía el martes próximo? Cenaremos solos en casa. Yo tenía un cocinero excelente, pero está enfermo... Pudiera también ser que faltara parte de mi servicio. Pero a menos de ser usted muy exigente, lo que no espero, saldremos del paso, señor Grant.

–Con toda seguridad. ¿Me esperará usted?

–Si a usted le place.

–Encantado. Hasta el martes entonces, señor Rosales.

–Hasta entonces, señor Grant.

Yo tenía la impresión de que la invitación a comer no había sido meramente ocasional, ni el cocinero faltaba por enfermedad, ni hallaría en su casa a gente alguna de su servicio. Me equivoqué, sin embargo, porque al llamar a su puerta fui recibido y pasado de unos a otros, por hombres de su servidumbre, hasta llegar a la antealcoba, donde tras larga espera se me pidió disculpas por no poder recibirme el señor: estaba enfermo, y aunque había intentado levantarse para ofrecerme él mismo sus excusas, le había sido imposible hacerlo. El señor iría a verme apenas le fuera posible ponerse en pie.

Tras el mucamo hierático, y por bajo de la puerta entreabierta, se veía la alfombra del dormitorio, fuertemente iluminada. No se oía en la casa una sola voz. Se hubiera jurado que en aquel mudo palacete se velaba a enfermos desde meses atrás. Y yo había reído con el dueño de casa tres días antes.

Al día siguiente recibí la siguiente esquela de Rosales:

“La fatalidad, señor y amigo, ha querido privarme del placer de su visita cuando honró usted ayer mi casa. ¿Recuerda usted lo que le había dicho de mi servicio? Pues esta vez fui yo el enfermo. No tenga usted aprensiones: hoy me hallo bien, y estaré igual el martes próximo. ¿Vendrá usted? Le debo a usted una reparación. Soy de usted, atentamente, etcétera.”

De nuevo el asunto del servicio. Con la carta en la mano, pensé en qué seguridad de cena podía ofrecerme el comedor de un hombre cuya servidumbre estaba enferma o incompleta, alternativamente, y cuya mansión no ofrecía otra vida que la que podía darle un pedazo de alfombra fuertemente iluminada.

Yo me había equivocado una vez respecto de mi singular amigo; y comprobaba entonces un nuevo error. Había en todo él y su ámbito demasiada reticencia, demasiado silencio y olor a crimen, para que pudiera ser tomado en serio. Por seguro que estuviera Rosales de su fortaleza mental, era para mí evidente que había comenzado ya a dar traspiés sobre el pretil de la locura. Congratulándome una vez más de mi recelo en asociarme a inquietar fuerzas extrañas con un hombre que sin ser español porfiaba en usar giros hidalgos de lenguaje, me encaminé el martes siguiente al palacio del ex enfermo, más dispuesto a divertirme con lo que oyera que a gozar de la equívoca cena de mi anfitrión.

Pero la cena existía, aunque no la servidumbre, porque el mismo portero me condujo a través de la casa al comedor, en cuya puerta golpeó con los nudillos, esfumándose en seguida.

Un instante después el mismo dueño de casa entreabría la puerta, y al reconocerme me dejaba paso con una tranquila sonrisa.

Lo primero que llamó mi atención al entrar fue la acentuación del tono cálido, como tostado por el Sol o los rayos ultravioleta, que coloreaba habitualmente las mejillas y las sienes de mi amigo. Vestía smoking. Lo segundo que noté fue el tamaño del lujosísimo comedor, tan grande que la mesa, aun colocada en el tercio anterior del salón, parecía hallarse al fondo de éste. La mesa estaba cubierta de manjares, pero sólo había tres cubiertos. Junto a la cabecera del fondo, vi en traje de soirée, una silueta de mujer.

No era, pues, yo sólo el invitado. Avanzamos por el comedor, y la fuerte impresión que ya desde el primer instante había despertado en mí aquella silueta femenina, se trocó en tensión sobreaguda cuando pude distinguirla claramente.

No era una mujer, era un fantasma; el espectro sonriente, escotado y traslúcido de una mujer. Un breve instante me detuve; pero había en la actitud de Rosales tal parti-pris de hallarse ante lo normal y corriente, que avancé a su lado. Y pálido y crispado asistí a la presentación.

–Creo que usted conoce ya al señor Guillermo Grant, señora –dijo a la dama, que sonrió en mi honor; y Rosales a mí.

–Perfectamente –respondí, inclinándome pálido como un muerto.

–Tome usted, pues, asiento –me dijo el dueño de casa– y dígnese servirse de lo que más guste. Ve usted ahora por qué debí prevenirle de las deficiencias que podríamos tener en el servicio. Pobre mesa, señor Grant... Pero su amabilidad y la presencia de esta señora saldarán el débito.

La mesa, ya lo he advertido, estaba cubierta de manjares.

En cualquier otra circunstancia distinta de aquélla, la fina lluvia del espanto me hubiera erizado y calado hasta los huesos. Pero ante el  parti-pris de vida normal ya anotado, me deslicé en el vago estupor que parecía flotar sobre todo.

–;Y usted, señora, no se sirve? –me volví a la dama, al notar intacto su cubierto.

–¡Oh, no, señor! –me respondió con el tono de quien se excusa por no tener apetito; y juntando las manos bajo la mejilla, sonrió pensativa.

–¿Siempre va usted al cinematógrafo, señor Grant? –me preguntó Rosales.

–Muy a menudo –respondí.

–Yo lo hubiera reconocido a usted en seguida –se volvió a mí la dama–. Lo he visto muchas veces...

–Muy pocas películas suyas han llegado hasta nosotros –observé.

–Pero usted las ha visto todas, señor Grant –sonrió el dueño de casa–. Esto explica el que la señora lo haya hallado a usted más de una vez en las salas.

–En efecto –asentí; y tras una pausa sumamente larga–: ¿Se distinguen bien los rostros desde la pantalla?

–Perfectamente –repuso ella; y agregó un poco extrañada–: ¿Por qué no?

–En efecto –torné a repetir, pero esta vez en mi interior.

Si yo creía estar seguro de no haber muerto en la calle al encaminarme a lo de Rosales, debía perfectamente admitir la trivial y mundana realidad de una mujer que sólo tenía vestido y un vago respaldo de silla en su interior.

Departiendo sobre estos ligeros temas, los minutos pasaron. Como la dama llevara con alguna frecuencia la mano a sus ojos:

–¿Está usted fatigada, señora? –dijo el dueño de casa–. ¿Querría usted recostarse un instante? El señor Grant y yo trataremos de llenar, fumando, el tiempo que usted deja vacío.

–Sí, estoy un poco cansada... –asintió nuestra invitada, levantándose–. Con permiso de ustedes –agregó, sonriendo a ambos uno después del otro.

Y se retiró llevando su riquísimo traje de soirée a lo largo de las vitrinas, cuya cristalería se veló apenas a su paso.

Rosales y yo quedamos solos, en silencio.
–¿Qué opina usted de esto? –me preguntó al cabo de un rato.

–Opino –respondí– que si últimamente lo he juzgado mal dos veces, he acertado en mi primera impresión sobre usted.

–Me ha juzgado usted dos veces loco, ¿verdad?

–No es difícil adivinarlo...

Quedamos otro momento callados. No se notaba la menor alteración en la cortesía habitual de Rosales, y menos aun en la reserva y la mesura que lo distinguían.

–Tiene usted una fuerza de voluntad terrible... –murmuré yo.

–Sí –sonrió–. ¿Cómo ocultárselo? Yo estaba seguro de mi observación cuando me halló usted en el cinematógrafo. Era “ella”, precisamente. La gran cantidad de vida delatada en su expresión me había revelado la posibilidad del fenómeno. Una película inmóvil es la impresión de un instante de vida, y esto lo sabe cualquiera. Pero desde el momento en que la cinta empieza a correr bajo la excitación de la luz, del voltaje y de los rayos N1, toda ella se transforma en un vibrante trazo de vida, más vivo que la realidad fugitiva y que los más vivos recuerdos que guían hasta la muerte misma nuestra carrera terrenal. Pero esto lo sabemos sólo usted y yo.

–Debo confesarle –prosiguió Rosales con voz un poco lenta– que al principio tuve algunas dificultades. Por un desvío de la imaginación, posiblemente, corporicé algo sin nombre... De esas cosas que deben quedar para siempre del otro lado de la tumba. Vino a mí, y no me abandonó por tres días. Lo único que eso no podía hacer era trepar a la cama... Cuando hace una semana llegó usted a casa, hacía ya dos horas que no lo veía, y por eso di orden de que lo hicieran pasar a usted. Pero al sonar sus pasos lo vi crispado al borde de la cama, tratando de
subir... No, no es cosa que conozcamos en este Mundo... Era un desvarío de la imaginación. No volverá más. Al día siguiente jugué mi vida al arrancar de la película a nuestra invitada de esta noche... Y la salvé. Si se decide usted un día a corporizar la vida equívoca de la pantalla, tenga cuidado, señor Grant... Más allá y detrás de este instante mismo, está la Muerte... Suelte su imaginación, azúcela hasta el fondo... Pero manténgala a toda costa en la misma dirección bien atraillada, sin permitirle que se desvíe... Esta es tarea de la voluntad. El ignorarlo ha
costado muchas existencias... ¿Me permite usted un vulgar símil? En un arma de caza, la imaginación es el proyectil, y la voluntad es la mira. ¡Apunte bien, señor Grant! Y ahora, vamos a ver a nuestra amiga, que debe estar ya repuesta de su fatiga. Permítame usted que lo guíe.

El espeso cortinado que había traspuesto la dama se abría a un salón de reposo, vasto en la proporción misma del comedor. En el fondo de este salón se elevaba un estrado dispuesto como alcoba, al que se ascendía por tres gradas. En el centro de la alcoba se alzaba un diván, casi un lecho por su amplitud, y casi un túmulo por la altura. Sobre el diván, bajo la luz de numerosos plafonniers dispuestos en losange, descansaba el espectro de una bellísima mujer.

Aunque nuestros pasos no sonaban en la alfombra, al ascender las gradas ella nos sintió. Y volviendo a nosotros la cabeza, con una sonrisa llena aun de molicie:

–Me he dormido –dijo–. Perdóneme, señor Grant, y lo mismo usted, señor Rosales. Es tan dulce esta calma

–¡No se incorpore usted, señora, se lo ruego! –exclamó el dueño de casa, al notar su decisión– .El señor Grant y yo acercaremos dos sillones, y podremos hablar con toda tranquilidad .

–¡Oh, gracias! –murmuró ella–. ¡Estoy tan cómoda así.

Cuando hubimos hecho lo indicado por el dueño de casa:

–Ahora, señora –prosiguió éste–, puede pasar el tiempo impunemente. Nada nos urge, ni nada inquieta nuestras horas. ¿No lo cree usted así, señor Grant?

–Ciertamente –asentí yo, con la misma inconsciencia ante el tiempo y el mismo estupor con que se me podía haber anunciado que yo había muerto hacía catorce años.

–Yo me hallo muy bien así –replicó el espectro, con ambas manos colocadas bajo la sien.

Y debimos conversar, supongo, sobre temas gratos y animados, porque cuando me retiré y la puerta se cerró tras de mí, hacía ya largas horas que el Sol encendía las calles.

Llegué a casa y me bañé en seguida para salir; pero al sentarme en la cama caí desplomado de sueño, y dormí doce horas continuas. Torné a bañarme y salí esta vez. Mis últimos recuerdos flotaban, se cernían ambulantes, sin memoria de lugar ni de tiempo. Yo hubiera podido fijarlos, encararme con cada uno de ellos; pero lo único que deseaba era comer en un alegre, ruidoso, y chocante restaurante, pues a más de un gran apetito, sentía pavor de la mesura, del silencio y del análisis.

Yo me encaminaba a un restaurante. Y la puerta a que llamé fue la del comedor de la casa de Rosales, donde me senté ante mi cubierto puesto.

Durante un mes continuo he acudido fielmente a cenar allá, sin que mi voluntad haya intervenido para nada en ello. En las horas diurnas estoy seguro de que un individuo llamado Guillermo Grant ha proseguido activamente el curso habitual de su vida, con sus quehaceres y contratiempos de siempre. Desde las 21, y noche a noche, me he hallado en el palacete de Rosales, en el comedor sin servicio, primero, y en el salón de reposo, después. Como el soñador de Armageddon, mi vida a los rayos del Sol ha sido una alucinación, y yo he sido un fantasma creado para desempeñar ese papel. Mi existencia real se ha deslizado, ha estado contenida como en una cripta, bajo la alcoba amorosa y el dosel de plafonniers lívidos, donde en compañía de otro hombre hemos rendido culto a los dibujos en losange del muro, que ostentaban por todo corazón el espectro de una mujer.

Por todo noble corazón...

–No sería del todo sincero con usted –rompió Rosales una noche en que nuestra amiga, cruzada de piernas y un codo en la rodilla, pensaba abstraída–. No sería sincero si me mostrara con usted ampliamente satisfecho de mi obra. He corrido graves riesgos para unir a mi destino esta pura y fiel compañera; y daría lo que me resta de años por proporcionarle un solo instante de vida... Señor Grant: he cometido un crimen sin excusa. ¿Lo cree usted así?

–Lo creo –respondí–. Todos sus dolores no alcanzarían a redimir un solo errante gemido de esa joven.

–Lo sé perfectamente... Y no tengo derecho a sostener lo que hice...

–Deshágalo.

Rosales sacudió la cabeza:

–No, nada remediaría...

Hizo una pausa. Luego, alzando la mirada y con la misma expresión tranquila y el tono reposado de voz que parecía alejarlo a mil leguas del tema.

–No quiero reticencias con usted –dijo–. Nuestra amiga jamás saldrá de la niebla doliente en que se arrastra... de no mediar un milagro. Sólo un golpecito del destino puede concederle la vida a que toda creación tiene derecho, si no es un monstruo.

–¿Qué golpecito? –pregunté.

–Su muerte, allá en Hollywood.

Rosales concluyó su taza de café y yo azucaré la mía. Pasaron sesenta segundos. Yo rompí el silencio:

–Tampoco eso remediaría nada... –murmuré.

–¿Cree usted? –dijo Rosales.

–Estoy seguro... No podría decirle por qué, pero siento que es así. Además, usted no es capaz de hacer eso...

–Soy capaz, señor Grant. Para mí, para usted, esta creación espectral es superior a cualquier engendro vivo por la sola fuerza rutinaria del subsistir. Nuestra compañera es obra de una conciencia, ¿oye usted, señor Grant? Responde a una finalidad casi divina, y si la frustro, ella será mi condenación ante las tumultuosas divinidades donde no cabe ningún dios pagano. ¿Vendrá usted de vez en cuando durante mi ausencia? El servicio de mesa se pone al caer la noche, ya lo sabe usted, y desde ese momento todos abandonan la casa, salvo el portero. ¿Vendrá usted?

–Vendré –repuse.

–Es más de lo que podría esperar –concluyó Rosales inclinándose.

Fui. Si alguna noche estuve allí a la hora de cenar, las más de las veces llegaba tarde, pero siempre a la misma hora, con la puntualidad de un hombre que va de visita a casa de su novia. La joven y yo, en la mesa, solíamos hablar animadamente, sobre temas variados; pero en el salón apenas cambiábamos una que otra palabra y callábamos en seguida, ganados por el estupor que fluía de las cornisas luminosas, que hallando las puertas abiertas o filtrándose por los ojos de llave, impregnaba el palacete de un moroso mutismo.

Con el transcurso de las noches, nuestras Breves frases llegaron a concretarse en observaciones monótonas y siempre sobre el mismo tema, que hacíamos de improviso:

–Ya debe estar en Guayaquil –decía yo con voz distraída.

O bien ella, muchas noches después:

–Ha salido ya de San Diego –decía al romper el alba.

Una noche, mientras yo con el cigarro pendiente de la mano hacía esfuerzos para arrancar mi mirada del vacío, y ella vagaba muda con la mejilla en la mano, se detuvo de pronto y dijo:

–Está en Santa Mónica...

Vagó un instante aún, y siempre con la cara apoyada en la mano subió las gradas y se tendió en el diván. Yo la sentí sin mover los ojos, pues los muros del salón cedían llevándose adherida mi vista, huían con extrema velocidad en líneas que convergían sin juntarse nunca.

Una interminable avenida de cicas surgió en la remota perspectiva.

–¡Santa Mónica! –pensé atónito.

Qué tiempo pasó luego, no puedo recordarlo. Súbitamente ella alzó su voz desde el diván:

–Está en casa –dijo.

Con el último esfuerzo de volición que quedaba en mí arranqué mi mirada de la avenida de cicas. Bajo los plafonniers en rombo incrustados en el cielo-raso de la alcoba, la joven yacía inmóvil, como una muerta. Frente a mí, en la remota perspectiva transoceánica, la avenida de cicas se destacaba diminuta con una dureza de líneas que hacía daño.

Cerré los ojos y vi entonces, en una visión brusca como una llamarada, un hombre que levantaba un puñal sobre una mujer dormida.

–¡Rosales! –murmuré aterrado; con un nuevo fulgor de centella el puñal asesino se hundió.

No sé más. Alcancé a oír un horrible grito –posiblemente mío–, y perdí el sentido.

Cuando volví en mí me hallé en mi casa, en el lecho. Había pasado tres días sin conocimiento, presa de una fiebre cerebral que persistió más de un mes. Fui poco a poco recobrando las fuerzas. Se me había dicho que un hombre me había llevado a casa a altas horas de la noche, desmayado.

Yo nada recordaba, ni deseaba recordar. Sentía una laxitud extrema para pensar en lo que fuere. Se me permitió más tarde dar breves paseos por casa, que yo recorría con mirada atónita. Fui al fin autorizado a salir a la calle, donde di algunos pasos sin conciencia de lo que hacía, sin recuerdos, sin objeto... Y cuando en un salón silencioso vi venir hacia mí a un hombre cuyo rostro me era conocido, la memoria y la conciencia perdida calentaron bruscamente mi sangre.

–Por fin le veo a usted, señor Grant –me dijo Rosales, estrechándome efusivamente la mano–. He seguido con gran preocupación el curso de su enfermedad desde mi regreso y ni un momento dudé de que triunfaría usted.

Rosales había adelgazado. Hablaba en voz baja, como si temiera ser oído. Por encima de su hombro vi la alcoba iluminada y el diván bien conocido, rodeado, como un féretro, de altos cojines.

–¿Está ella allí? –Pregunté.

Rosales siguió mi mirada y volvió luego a mí sus ojos con sosiego.

–Sí –me respondió. Y tras una breve pausa–: Venga usted –me dijo.

Subimos las gradas y me incliné sobre los cojines. Sólo había allí un esqueleto.

Sentí la mano de Rosales estrechándome firmemente el brazo. Y con su misma voz queda:

–Es ella, señor Grant. No siento sobre la conciencia peso alguno, ni creo haber cometido error.

Cuando volví de mi viaje, no estaba más ella... Señor Grant. ¿Recuerda usted haberla visto en el instante mismo de perder usted el sentido?

–No recuerdo... –murmuré.

–Es lo que pensé... Al hacer lo que hice la noche de su desmayo, ella desapareció de aquí... Al regresar yo, torturé mi imaginación para recogerla de nuevo del más allá... ¡Y he aquí lo que he obtenido! Mientras ella perteneció a este Mundo, pude corporizar su vida espectral en una dulce criatura. Arranqué la vida a la otra para animar su fantasma y ella, por toda substanciación, pone en mis manos su esqueleto...

Rosales se detuvo. De nuevo había yo sorprendido su expresión ausente mientras hablaba.

–Rosales... –comencé.

–¡Pst! –me interrumpió, bajando aún más el tono–. Le ruego no levante la voz... Ella está allí.

–¿Ella...?

–Allí, en el comedor... ¡Oh, no la he visto...! Pero desde que regresé vaga de un lado para otro... Y siento el roce de su vestido. Preste usted atención un momento... ¿Oye usted?

En el mudo palacete, a través de la atmósfera y las luces inmóviles, nada oí. Pasamos un rato en el más completo silencio.

–Es ella –murmuró Rosales satisfecho–. Oiga usted ahora: esquiva las sillas mientras camina...

Por el espacio de un mes entero, todas las noches Rosales y yo hemos velado el espectro en huesos y blanca cal de la que fue un día nuestra invitada señorial. Tras el espeso cortinado que se abre al comedor, las luces están encendidas. Sabemos que ella vaga por allí, atónita e invisible, dolorosa e incierta. Cuando en las altas horas Rosales y yo vamos a tomar café, acaso ella está ya ocupando su asiento desde horas atrás, fija en nosotros su mirada invisible. Las noches se suceden unas a otras, todas iguales. Bajo la atmósfera de estupor en que se halla el recinto, el tiempo mismo parece haberse suspendido como ante una eternidad.

Siempre ha habido y habrá allí un esqueleto bajo los plafonniers, dos amigos en smoking en el salón, y una alucinación confinada entre las sillas del comedor.

Una noche hallé el ambiente cambiado. La excitación de mi amigo era visible.

–He hallado por fin lo que buscaba, señor Grant –me dijo–. Ya observé a usted una vez que estaba seguro de no haber cometido ningún error. ¿Lo recuerda usted? Pues bien: sé ahora que lo he cometido. Usted alabó mi imaginación, no más aguda que la suya, y mi voluntad, que le es en cambio muy superior. Con esas dos fuerzas creé una criatura visible, que hemos perdido, y un espectro de huesos, que persistirá hasta que... ¿Sabe usted, señor Grant, qué ha faltado a mi obra?

–Una finalidad –murmuré–, que usted creyó divina...

–Usted lo ha dicho. Yo partí del entusiasmo de una sala a obscuras por una alucinación en movimiento. Yo vi algo más que un engaño en el hondo latido de pasión que agita a los hombres ante una amplia y helada fotografía. El varón no se equivoca hasta ese punto, advertí a usted. Debe de haber allí más vida que la que simulan un haz de luces y una cortina metalizada. Que la había, ya lo ha visto usted. Pero yo creé estérilmente, y éste es el error que cometí. Lo que hubiera hecho la felicidad del más pesado espectador, no ha hallado bastante calor en mis manos frías, y se ha desvanecido... El amor no hace falta en la vida; pero es indispensable para golpear ante las puertas de la muerte. Si por amor yo hubiera matado, mi criatura palpitaría hoy de vida en el diván. Maté para crear, sin amor; y obtuve la vida en su raíz brutal: un esqueleto. Señor Grant: ¿Quiere usted abandonarme por tres días y volver el próximo martes a cenar con nosotros?

–¿Con ella...?

–Sí; usted, ella y yo... No dude usted... El próximo martes.

Al abrir yo mismo la puerta, volví a verla, en efecto, vestida con su magnificencia habitual, y confieso que me fue muy grato el advertir que ella también confiaba en verme. Me tendió la mano, con la abierta sonrisa con que se vuelve a ver a un fiel amigo al regresar de un largo viaje.

–La hemos extrañado a usted mucho, señora –le dije con efusión.

–¡Y yo, señor Grant! –repuso, reclinando la cara sobre ambas manos juntas.

–¿Me extrañaba usted? ¿De veras?

–¿A usted? ¡Oh, sí, mucho! –y tornó a sonreírme largamente.

En ese instante me daba yo cuenta de que el dueño de casa no había levantado los ojos de su tenedor desde que comenzáramos a hablar. ¿Sería posible...?

–Y a nuestro anfitrión, señora, ¿no lo extrañaba usted?

–¿A él... ? –murmuró ella lentamente; y deslizando sin prisa su mano de la mejilla, volvió el rostro a Rosales.

Vi entonces pasar por sus ojos fijos en él la más insensata llama de pasión que por hombre alguno haya sentido una mujer. Rosales la miraba también. Y ante aquel vértigo de amor femenino expresado sin reserva el hombre palideció.

–A él también... –murmuró la joven con voz queda y exhausta.

En el transcurso de la comida ella afectó no notar la presencia del dueño de casa mientras charlaba volublemente conmigo, y él no abandonó casi su juego con el tenedor. Pero las dos o tres veces en que sus miradas se encontraron como al descuido, vi relampaguear en los ojos de ella, y. apagarse en seguida en desmayo, el calor incontenible del deseo.

Y ella era un espectro.

–¡Rosales! –exclamé en cuanto estuvimos un momento solos–. ¡Si conserva usted un resto de amor a la vida, destruya eso! ¡Lo va a matar a usted!

–¿Ella? ¿Está usted Joco, señor Grant?

–Ella, no. ¡Su amor! Usted no puede verlo, porque está bajo su imperio. Yo lo veo. La pasión de ese... fantasma, no la resiste hombre alguno.

–Vuelvo a decirle que se equivoca usted, señor Grant.

–¡No; usted no puede verlo! Su vida ha resistido a muchas pruebas, pero arderá como una pluma, por poco que siga usted excitando a esa criatura.

–Yo no la deseo, señor Grant.

–Pero ella sí lo desea a usted. ¡Es un vampiro, y no tiene nada que entregarle! ¿Comprende usted?

Rosales nada respondió. Desde la sala de reposo, o de más allá, llegó la voz de la joven:

–¿Me dejarán ustedes sola mucho tiempo?

En ese instante, recordé bruscamente el esqueleto que yacía allí...

–¡El esqueleto, Rosales! –clamé–. ¿Qué se ha hecho su esqueleto?

–Regresó –me respondió–. Regresó a la nada. Pero ella está ahora allí en el diván... Escúcheme usted, señor Grant: jamás criatura alguna se ha impuesto a su creador... Yo creé un fantasma; y, equivocadamente, un harapo de huesos. Usted ignora algunos detalles de la creación... Óigalos ahora. Adquirí una linterna y proyecté las cintas de nuestra amiga sobre una pantalla muy sensible a los rayos N1 (los rayos N1, ¿recuerda usted?). Por medio de un vulgar dispositivo mantuve en movimiento los instantes fotográficos de mayor vida de la dama que nos aguarda... Usted sabe bien que hay en todos nosotros, mientras hablamos, instantes de tal convicción, de una inspiración tan a tiempo, que notamos en la mirada de los otros, y sentimos en nosotros mismos, que algo nuestro se proyecta adelante... Ella se desprendió así de la pantalla, fluctuando a escasos milímetros al principio, y vino por fin a mí, tal como usted la ha visto... Hace de esto tres días. Ella está allí...

Desde la alcoba nos llegó de nuevo la voz lánguida de la joven:

–¿Vendrá usted, señor Rosales?

–¡Deshaga eso, Rosales –exclamé, tomándolo del brazo–, antes de que sea tarde! ¡No excite más ese monstruo de sensación!

–Buenas noches, señor Grant –me despidió él con una sonrisa, inclinándose.

Y bien, esta historia está concluida. ¿Halló Rosales en el Mundo fuerza para resistir? Muy pronto –acaso hoy mismo– lo sabré.

Aquella mañana no tuve ninguna sorpresa al ser llamado urgentemente por teléfono, ni la sentí al ver las cortinas del salón doradas por el fuego, la cámara de proyección caída, y restos de películas quemadas por el suelo. Tendido en la alfombra junto al diván, Rosales yacía muerto.

La servidumbre sabía que en las últimas noches la cámara era transportada al salón. Su impresión es que debido a un descuido, las películas se han abrasado, alcanzando las chispas a los cojines del diván. La muerte del señor debe imputarse a una lesión cardiaca, precipitada por el accidente.

Mi impresión es otra. La calma expresión de su rostro no había variado, y aun su muerto semblante conservaba el tono cálido habitual. Pero estoy seguro de que en lo más hondo de las venas no le quedaba una gota de sangre.