domingo, 17 de junio de 2012

Mi exposición del miércoles pasado


El narrador creador en Los adioses de Juan Carlos Onetti:
El siguiente análisis de la nouvelle de Juan Carlos Onetti, Los adioses, está encarado en el trabajo de caracterización de los personajes y los procesos constructivos del relato, tomando como punto convergente y creador al narrador que, como plantea José Luis Coy, en Notas para una revalorización de Juan Carlos Onetti: “Los adioses”, sale de la típica pasividad del testigo para pasar a un rol activo en el relato. Finalmente, se trabajará a los que ayudan a construir la historia y a los que parecen protagonizarla, un triángulo: hombre-mujer-muchacha. Pero antes, se citará el argumento, desarrollado por Coy, para quien no haya leído el texto:
La “historia” de Los Adioses, de Juan Carlos Onetti, es muy sencilla: un ex jugador de baloncesto, enfermo de tuberculosis, llega a un pueblo, en el que hay un sanatorio y dos hoteles para enfermos. Hay también un almacén, que hace las veces de estafeta de correos, bar y tienda en la que se puede comprar desde alpargatas hasta embutidos. Ese enfermo, cuyo nombre no se llega a saber, empieza su vida en el pueblo, pero manteniéndose alejado de todos. Su vida gira alrededor de las cartas que recibe y de las que él va enviando. Al poco tiempo de estar en el pueblo, una mujer viene a visitarlo y pasa con él varios días  en el hotel viejo, en el que el enfermo está viviendo. En la víspera del año recibe otra visita: una muchacha joven, que pasa una semana con él, hasta el día de Reyes; pero esta vez no viven en el hotel, sino en una pequeña casa en la ladera de la montaña, que él había alquilado antes. La gente del pueblo piensa –que las dos mujeres son amantes del hombre, o que la mujer es su esposa y la muchacha su amante. Un día, cuando está terminando el carnaval, vuelve a presentarse en el pueblo la mujer, esta vez acompañada por un niño de pocos años. Al día siguiente llega la muchacha. Por fin, la mujer y el niño se marchan y el hombre y la muchacha se van a vivir al hotelito de la ladera de la montaña. Pasan allí una temporada, hasta que se van al sanatorio. Algo más tarde, un buen día encuentran, en la casita, el cuerpo del hombre que se ha matado de un tiro.
Este resumen de Los adioses permite iniciar un recorrido por el texto, bastante objetivo, no como el que hace el narrador, como plantea Coy en su texto, el personaje principal: el almacenero. El relato es presentado por este, hombre  aburrido, recuperado de tuberculosis hace doce años atrás, que encuentra, gracias a la irrupción de un otro[1], un extraño, la excusa para narrar y desplegar su maquinaria creativa. Desde su focalización interna cuenta la historia de esos tres personajes a los cuales imagina, fabula y utiliza como entretenimiento. Desde su mostrador observa y vigila. Testigo subjetivo y activo,  cataliza[2] el relato a través de una omnisciencia camuflada e influye sobre el lector en la recepción de cada personaje, produciendo la misma confusión, el mismo error ante los chismes y la imaginación del almacenero sobre la relación del supuesto triángulo amoroso: hombre-mujer-muchacha: “Quisiera no haber visto del hombre, la primera vez que entró en el almacén, nada más que las manos, lentas, intimidadas y torpe, moviéndose sin fe, largas y todavía sin tostar, disculpándose por su actuación desinteresada (…) (p. 1)”; “imaginé al hombre subiendo la sierra para interrumpir la siesta de Andrade, metiendo su cuerpo largo y perezoso —como un contrasentido, casi como una profanación— en la sombra del negocio de remates y comisiones, interesándose en oportunidades, precios y detalles de construcción con su voz baja e inflexible (p. 5)”; “(…) pensaba en los tres y el niño, que habían llegado a este pueblo a encerrarse y odiar, discutir y resolver pasados comunes que nada tenían que ver con el suelo que estaban pisando (p. 18)”.
Desde el principio, el narrador se postula como un lector de signos[3], un adivino, un oráculo[4], un dios capaz de crear y dar vida a una historia, a personajes sin nombres que le sirven para divertir su monótona vida de quince años de tedio en ese pueblucho, para sentirse vivo y poderoso, creador: “Me sentí lleno de poder, como si el hombre y la muchacha, y también la mujer grande y el niño, hubieran nacido de mi voluntad para vivir lo que yo había determinado (p.27)”. Nuevamente, el tedio –motor creador en Onetti[5]- necesita de la invención de historias, que comenzará a imaginar y adivinar  (a inventar) “Imaginé que la muchacha allá arriba aprovecharía su ausencia para llorar un poco más (p. 26)”; “Esta ignorancia profunda o discreción, o este síntoma de falta de fe que yo le había adivinado, puede ser recordado con seguridad y creído. Porque, además, es cierto que yo estuve buscando modificaciones, fisuras y agregados y es cierto que llegué a inventarlos (p. 15)”.
Sin embargo, el narrador no construye solo esta historia, pues tiene tres colaboradores que sirven de informantes para que pueda seguir su relato: el enfermero, la mucama, Reina, y el pueblo “Algunos entraron a comprar y a traerme historias (p. 15). Ellos, como Gunz y Castro, visitan el almacén para contar sus versiones sobre el tipo que llegó para curarse y dejarse morir. Pero el más importante de ellos es el enfermero con el que se genera un desafío desigual, un juego de apuesta y adivinaciones con el narrador quien lo presenta como un admirador sumiso: “El enfermero sabe que no me equivoco (…) tal vez sólo me adule, tal vez me respete (…) (p. 1)”; “(…) tal vez pensará en asegurarse las posibles inyecciones. Me hubiera gustado sentarme a tomar vino con él y decirle algo de lo que había visto y adivinado (p. 2)”; “Entre las dos, hubiera apostado, contra toda razón por la mujer y el niño, por los años, la costumbre, la impregnación. Una buena apuesta para el enfermero (p. 16).”; “Vivía en el garaje del almacén, no hacía otra cosa que repartir inyecciones y guardar dinero en un banco de la ciudad (…) (p. 3)”. Finalmente, la relación se torna controlable, por ejemplo, cuando el enfermero le ofrece organizar las fiestas de fin de año y reyes en el almacén e imagina con Reina cómo será la celebración, el almacenero borra la importancia de la gestación de la idea del otro para otorgarse a sí mismo esa capacidad de crear: “La idea fue del enfermero, aunque no del todo; y pienso, además, que él no creía en ella y que la propuso burlándose”; “(…) ya no necesitaba del enfermero; había tomado una decisión y tenía resueltos casi todos los detalles”; “Yo estaba ya mucho más lejos; pensaba en el árbol, dónde conseguirlo y cómo adornarlo. Así que pude mirar al enfermero con amistad, olvidando la sospecha de que hubiera propuesto los bailes para burlarse de mí y del almacén (p. 8)”.[6]
El primero que aparece del triángulo amoroso es el hombre, el basquetbolista, el muerto viviente “No es que crea imposible curarse, sino que no cree en el valor, en la trascendencia de curarse. (P. 1)”. Un hombre al que lo visitan dos mujeres, realidad opuesta a la soledad negada del almacenero, “(el enfermero) estaba solo, y cuando la soledad nos importa somos capaces de cumplir todas las vilezas adecuadas para asegurarnos compañía, oídos y ojos que nos atiendan. Hablo de ellos, los demás, no de mí. (p. 3)”; la primera, la “mujer” de lentes negros, la que todos imaginan su amante o su esposa, que llega sola en su primera visita y acompañada, luego, por un niño en la segunda, al cual el enfermero y la mucama llaman “hijito” y el narrador “niño”. Nuevamente, lucha por el saber(poder)[7] que otorga la verdad de un narrador que entra en juego para recuperarse del error sobre la relación que le otorga la carta sobre la muchacha -tercera en discordia, la segunda en aparecer- con el hombre. Primero, piensa en enrostrar esa revelación al enfermero, a la mucama, al pueblo:“(…) pensé (…) contarlo a todo el mundo, burlarme de la gente de allá arriba como si yo hubiera sabido de siempre y me hubiera bastado mirar la mejilla, o los ojos de la muchacha (…) para no compartir la equivocación de los demás (p.28[8])”. Pero, luego, no comparte nada, no se burla, no usa su “verdad”, pues no desea perderla al compartirla; pues eso mostraría a los otros, a quienes lo respetan, su predicción errónea (pues la muchacha no es la amante, sino la hija de aquel) lo que sería terrible, por eso mejor destruir, cubrir y descubrir ese cuerpo (el del hombre, el de la literatura) para protegerse y justificarse: “Lo único que hice fue quemar las cartas y tratar de olvidarme; y pude, finalmente, rehabilitarme con creces del fracaso, solo ante mí, desdeñando la probabilidad de que me oyeran el enfermero, Gunz, el sargento y Andrade, descubriendo y cubriendo la cara del hombre, alzando los hombros, apartándome del cuerpo en la cama para ir hacia la galería de la casita de las portuguesas, hacia la mordiente noche helada, y diciendo en voz baja, con esforzada piedad, con desmayado desprecio, que al hombre no le quedaba otra cosa que la muerte y no había querido compartirla. (p 28)”. Prefiere callar, se guarda todo para sí al quemar la carta, al dejar que el relato agonice para que el pueblo tenga ese vacío que podrá llenar con su malicia natural y, de paso, restar legitimidad a la información que altera su predicción. También calla para tapar su fracaso que se transfiere en equivocación de los otros, pues “como si yo hubiera sabido de siempre y me hubiera bastado mirar la mejilla, o los ojos de la muchacha en la fiesta de fin de año  (…) para no compartir la equivocación de los demás (p. 28)”. De esa manera, descalifica la necesidad de esa verdad para mantener su historia, pues la lectura de la carta pudo haber sido errónea: “Porque, suponiendo que hubiera acertado al interpretar la carta, no importaba, en relación a lo esencial, el vínculo que unía a la muchacha con el hombre. Era una mujer, en todo caso: otra (p. 26)”.
A partir del encuentro-irrupción que provoca el hombre en el mundo del almacenero con esas manos que “quisiera no haber visto del hombre (p. 1)”, se inicia un relato para justificar y ocultar un error, tomando la idea -de José Luis Coy- de un narrador que despliega su historia como un proceso de autojustificación ante su predicción errada, su lectura equivoca de ese signo mudo que es el hombre,  largo y curvado como un signo de interrogación, ser sin rostro “una mano variable que no correspondía a ninguna cara, a ningún par de ojos que insinuaran hacerse cargo y deducir (p. 2)”. Esas manos variables del hombre tienen más importancia que la cara; ese pedazo enfermo del cuerpo constituye una metonimia del hombre y también de la culpa y del recuerdo de un error. Aquél hombre apartado de todos, conduce al almacenero, al pueblo entero y al lector, a creer que la muchacha, (esa que irrumpe sensual, provocativa, inalcanzable, eróticamente fraccionada, ante el narrador, “No puedo saber si la había visto antes o si la descubrí en aquel momento, apoyada en el marco de la puerta: un pedazo de pollera, un zapato (p. 9)”; “Ahora ella se había colocado de pie frente a la puerta del almacén, mirando hacia afuera, con las piernas firmes y las manos siempre enguantadas, blancas, unidas sobre la cadera (p. 11)”[9] ), es la amante del hombre (por eso la Reina trata como “A esa putita, perdóneme, no sé qué le haría. (p. 19)”); para, finalmente, descubrir, en las cartas que es la hija del hombre con otra mujer ya muerta “aquel amansado rencor que llevaba en los ojos y que había nacido, no sólo de la pérdida de la salud, de un tipo de vida, de una mujer (p. 6)”; y “estuvo, mientras miraba, evocando nombres antiguos, de desteñida obscenidad, nombres que había inventado mucho tiempo atrás para una mujer que ya no existía (p. 21)”;Heredó un dinero de la madre y tuvo el capricho de gastarlo en esto, en curarme. (p. 26)”[10]. Esas cartas que ha ocultado en el fondo de un cajón significan el fin del enigma sobre el triángulo, por eso la actitud de suspensión la verdad. El acto de retener esas cartas plantea el deseo de mantener activo el relato,  pues mientras que no se sepa la verdad se podrá  mentir e inventar una historia[11].  El descubrimiento resulta, ni más ni menos, que la inminente muerte del hombre y del relato.
Aquella revelación empieza a clausurar el relato; expone la verdad que obtura la posibilidad de seguir inventando, niega el poder creativo del narrador y los suyos (el enfermero, la mucama y los habitantes del pueblo). El silencio del hombre es la materia prima, el vacío necesario -propicio- para llenar con chismes e imaginaciones, pero al ser revelada, el narrador comparte con el lector el fracaso de su predicción y lo único que queda es comenzar a cerrar el relato. Esas habladurías que teje y desteje, descubre y cubre (movimiento que, además del narrador, la muchacha lleva adelante con la sábana que cubre al cadáver de su padre, quizás el único acto que los une) van llegando a su fin. Pues ya no hay lugar para la imaginación –la escritura- con la que el almacenero ha creado un cosmos en tensión o para ese chisme que ha funciona como principio constructivo y motor creador de la historia “La muchacha resurgió en los chismes del enfermero (p. 25)”.


[1] “La mayoría de los relatos posteriores a La vida breve se abren con la irrupción de un elemento extraño-extranjero, “otro” y transgresivo en el espacio del narrador; lo insólito (la diferencia), que casi siempre proviene de “otra” parte, rompe la estabilidad rutinaria del mundo cotidiano y familiar. La apertura del relato como narración de la llegada de uno o varios personajes extraños se reitera (en varios relatos)”. Ludmer, Josefina. Onetti: Los procesos de construcción del relato. Editorial Sudamericana. Buenos Aires. 1977.
[2] 2. tr. Favorecer o acelerar el desarrollo de un proceso. Rae.es
[3] Tanto Panesi como Ludmer admiten una lectura policial del relato. El primero dice: “(…) en la nouvelle policial y en el relato de Henry James existe una relación entre un secreto que pone en movimiento el deseo de saber, su posible o imposible develamiento, y un desafío expreso a la capacidad cognitiva del descifrador (p. 223)”(Ibíd. 1); la segunda: “Onetti se adhiere  al sistema policial porque es el que exhibe con más nitidez que narrar es el proceso de un saber, de búsqueda del saber; porque muestra que narrar es contar por lo menos dos relatos, porque supone una elipsis, un blanco de no dicho para desencadenar la escritura (p. 88)”. Panesi, Jorge, “La lectura como adivinanza en Los adioses”, en Críticas, Buenos Aires, Ed. Norma, 2000.
[4] “Me basta verlos y no recuerdo haberme equivocado; siempre hice mis profecías antes de enterarme de la opinión de Castro o de Gunz (p. 1)”; “Los miro nada más a veces los escucho, el enfermero no lo entendería, quizás yo tampoco lo entienda del todo: adivino qué importancia tiene lo que dijeron, qué importancia tiene lo que vinieron a buscar, y comparo una con otra. (p. 1); “(…) volví a mi sitio en el mostrador y hablé con el enfermero de que es inútil dar vueltas para escapar al destino (p. 15)” Los adioses versión online. Sobre este punto comenta Jorge Panesi: “La adivinanza es un desafío y disemina su gesto hacia otros planos del relato: “Adivinar” es uno de los verbos básicos de la narración. (p. 226)”; “El almacenero es el oráculo interrogado sobre la muerte, la vida o la curación del hombre (p. 229)”. ( ibíd.. 3)
[5] Piénsese en otros relatos como “El pozo”, “Para una tumba sin nombre”, etc., en que se observa que la intensión de narrar una historia no es más que una lucha sin cuartel contra el tedio.
[6] Jorge Panesi aborda este tema planteando que “El duelo con el enfermero se manifiesta en el doble plano comercial y narrativo: la primacía y la propiedad sobre la idea de aprovecharse del fin de año para organizar una fiesta son el punto máximo de una rencorosa rivalidad de intereses que se muestran por las alusiones envidiosas del narrador a la cuenta bancaria del enfermero y por la apropiación de la historia que trae la muchacha. (p. 224)”. (Ibíd. 3)
[7]La única justificación de la vida es el Saber, que constituye él solo lo Bello y lo Verdadero. Hay que reunir todas las lenguas extranjeras en un idioma total y continuo, como saber del lenguaje o filología, contra la lengua materna que es el grito de la vida. Hay que reunir las combinaciones atómicas en una fórmula total y una tabla periódica, como saber del cuerpo o biología molecular, contra el cuerpo vivido, sus larvas y sus huevos, que son el sufrimiento de la vida. Tan sólo una <<hazaña intelectual>> es bella y verdadera, y puede justificar la vida (p. 28)”. Crítica y clínica. Guilles Deleuze. Editorial Anagrama. Barcelona. 1996. En esta relación con el “saber-poder” que se presenta en el discurso del almacenero y su necesidad de, por este saber, generar una historia combinando datos externos para, como una madre, parir su propia historia, hecha de pedazos de chismes sobre un objeto vacío de significados que recarga de sentido para generar una escritura nueva, sacada de un cuerpo enfermo que representa al hombre: “Pude explicarme la anchura de los hombros y el exceso de humillación con que ahora los doblaba, aquel amasado rencor que llevaba en los ojos y que había nacido (…) de la pérdida de una convicción, del derecho a un orgullo. Había vivido apoyado en su cuerpo, había sido, en cierta manera, su cuerpo. (p. 6)”. Ese cuerpo enfermo sirve para pensar esa teoría de Deleuze donde “Lo que se desgaja de la lengua materna son palabras-soplos que ya no pertenecen a ninguna lengua, y del organismo un cuerpo sin órganos que ya no tiene generación (…) las letras todavía siguen perteneciendo a las palabras maternas, y los soplos aún están por descubrir en palabras extranjeras, con lo que sigue prisionero de la condición de similitud de sonidos y significado: carece de sintaxis creadora. (…) es preferible reconstruir el cuerpo puro que mantener un cuerpo enfermo (p.31)”.

[9] Pose castradora para el almacenero, está muchacha de Onetti, objeto de deseo, guarda su pureza y protege su castidad de pie, mirando hacia afuera, las piernas firmes, las manos unidas sobre la cadera. Además esas manos no están desnudas sino que cubiertas por el blanco de la pureza, lo que destaca, en el texto ya citado, Josefina Ludmer al postular que “(…) el hombre no tiene relaciones con la muchacha y la prueba no son únicamente las botellas sin abrir en el chalet (ligadas por el narrador con la virginidad de las portuguesas, p. 769), sino los guantes blancos que lleva como marca: la muchacha es virgen, intocable socialmente; los guantes blancos vedan la zona de apropiación vinculada con el cuerpo, con la captura física. Y la distancia puesta en las manos de la muchacha se reitera en los “sobres marrones escritos a máquina” (p.738) que envía al hombre.” (ibíd. 1)
[10] Sobre este punto hace referencia, parte del estudio ya citado en la nota 1, el trabajo de Josefina Ludmer, añadiendo la posibilidad de que la muchacha, no sea la hija y que esa mujer que ha muerto, que ya no está más en la vida del hombre, falleció de tuberculosis y, probablemente, se la transmitió a él. Por eso, la joven que tiene a su madre muerta que le ha dejado una herencia que gasta en el hombre no hace más que pagar esa culpa del contagio, de la muerte inevitable.
[11] “Decir la verdad es imposible; los hechos desnudos no significan nada. Lo que importa es lo que contienen o lo que cargan; y después averiguar qué hay detrás de esto y detrás, hasta el fondo definitivo que no tocaremos nunca… Hay varias maneras de mentir, pero la más repugnante es decir la verdad, toda la verdad, ocultando el alma de los hechos. Porque los hechos son siempre vacíos, son recipientes que tomarán la forma del sentimiento que los llene.” Fragmento de entrevista de Jesús Ortega.

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