El narrador creador en Los adioses de Juan Carlos
Onetti:
El siguiente análisis de la nouvelle de Juan Carlos
Onetti, Los adioses, está encarado en
el trabajo de caracterización de los personajes y los procesos constructivos
del relato, tomando como punto convergente y creador al narrador que, como
plantea José Luis Coy, en Notas para una
revalorización de Juan Carlos Onetti: “Los adioses”, sale de la típica pasividad
del testigo para pasar a un rol activo en el relato. Finalmente, se trabajará a
los que ayudan a construir la historia y a los que parecen protagonizarla, un
triángulo: hombre-mujer-muchacha. Pero antes, se citará el argumento,
desarrollado por Coy, para quien no haya leído el texto:
“La “historia”
de Los Adioses, de Juan Carlos Onetti, es muy sencilla: un ex jugador de
baloncesto, enfermo de tuberculosis, llega a un pueblo, en el que hay un
sanatorio y dos hoteles para enfermos. Hay también un almacén, que hace las
veces de estafeta de correos, bar y tienda en la que se puede comprar desde alpargatas
hasta embutidos. Ese enfermo, cuyo nombre no se llega a saber, empieza su vida
en el pueblo, pero manteniéndose alejado de todos. Su vida gira alrededor de
las cartas que recibe y de las que él va enviando. Al poco tiempo de estar en
el pueblo, una mujer viene a visitarlo y pasa con él varios días en el hotel viejo, en el que el enfermo está
viviendo. En la víspera del año recibe otra visita: una muchacha joven, que
pasa una semana con él, hasta el día de Reyes; pero esta vez no viven en el
hotel, sino en una pequeña casa en la ladera de la montaña, que él había alquilado
antes. La gente del pueblo piensa –que las dos mujeres son amantes del hombre,
o que la mujer es su esposa y la muchacha su amante. Un día, cuando está
terminando el carnaval, vuelve a presentarse en el pueblo la mujer, esta vez
acompañada por un niño de pocos años. Al día siguiente llega la muchacha. Por
fin, la mujer y el niño se marchan y el hombre y la muchacha se van a vivir al
hotelito de la ladera de la montaña. Pasan allí una temporada, hasta que se van
al sanatorio. Algo más tarde, un buen día encuentran, en la casita, el cuerpo
del hombre que se ha matado de un tiro.”
Este resumen de Los
adioses permite iniciar un recorrido por el texto, bastante objetivo, no
como el que hace el narrador, como plantea Coy en su texto, el personaje principal:
el almacenero. El relato es presentado por este, hombre aburrido, recuperado de tuberculosis hace doce
años atrás, que encuentra, gracias a la irrupción de un otro[1],
un extraño, la excusa para narrar y desplegar su maquinaria creativa. Desde su
focalización interna cuenta la historia de esos tres personajes a los cuales
imagina, fabula y utiliza como entretenimiento. Desde su mostrador observa y
vigila. Testigo subjetivo y activo, cataliza[2]
el relato a través de una omnisciencia camuflada e influye sobre el lector en
la recepción de cada personaje, produciendo la misma confusión, el mismo error
ante los chismes y la imaginación del almacenero sobre la relación del supuesto
triángulo amoroso: hombre-mujer-muchacha: “Quisiera
no haber visto del hombre, la primera vez que entró en el almacén, nada más que
las manos, lentas, intimidadas y torpe, moviéndose sin fe, largas y todavía sin
tostar, disculpándose por su actuación desinteresada (…) (p. 1)”; “imaginé al
hombre subiendo la sierra para interrumpir la siesta de Andrade, metiendo su
cuerpo largo y perezoso —como un contrasentido, casi como una profanación— en
la sombra del negocio de remates y comisiones, interesándose en oportunidades,
precios y detalles de construcción con su voz baja e inflexible (p. 5)”; “(…)
pensaba en los tres y el niño, que habían llegado a este pueblo a encerrarse y
odiar, discutir y resolver pasados comunes que nada tenían que ver con el suelo
que estaban pisando (p. 18)”.
Desde el principio, el narrador se postula como un
lector de signos[3],
un adivino, un oráculo[4],
un dios capaz de crear y dar vida a una historia, a personajes sin nombres que
le sirven para divertir su monótona vida de quince años de tedio en ese pueblucho,
para sentirse vivo y poderoso, creador: “Me
sentí lleno de poder, como si el hombre y la muchacha, y también la mujer
grande y el niño, hubieran nacido de mi voluntad para vivir lo que yo había
determinado (p.27)”. Nuevamente, el tedio –motor creador en Onetti[5]-
necesita de la invención de historias, que comenzará a imaginar y adivinar (a inventar) “Imaginé que la muchacha allá arriba aprovecharía su ausencia para
llorar un poco más (p. 26)”; “Esta
ignorancia profunda o discreción, o este síntoma de falta de fe que yo le había
adivinado, puede ser recordado con seguridad y creído. Porque, además, es
cierto que yo estuve buscando modificaciones, fisuras y agregados y es cierto
que llegué a inventarlos (p. 15)”.
Sin embargo, el narrador no construye solo esta
historia, pues tiene tres colaboradores que sirven de informantes para que
pueda seguir su relato: el enfermero, la mucama, Reina, y el pueblo “Algunos entraron a comprar y a traerme
historias (p. 15)”. Ellos, como Gunz y Castro,
visitan el almacén para contar sus versiones sobre el tipo que llegó para curarse y dejarse morir. Pero el más importante
de ellos es el enfermero con el que se genera un desafío desigual, un juego de
apuesta y adivinaciones con el narrador quien lo presenta como un admirador
sumiso: “El enfermero sabe que no me
equivoco (…) tal vez sólo me adule, tal vez me respete (…) (p. 1)”; “(…) tal
vez pensará en asegurarse las posibles inyecciones. Me hubiera gustado sentarme
a tomar vino con él y decirle algo de lo que había visto y adivinado (p. 2)”;
“Entre las dos, hubiera apostado, contra toda razón por la mujer y el niño, por
los años, la costumbre, la impregnación. Una buena apuesta para el enfermero
(p. 16).”; “Vivía en el garaje del almacén, no hacía otra cosa que repartir inyecciones
y guardar dinero en un banco de la ciudad (…) (p. 3)”. Finalmente, la
relación se torna controlable, por ejemplo, cuando el enfermero le ofrece organizar
las fiestas de fin de año y reyes en el almacén e imagina con Reina cómo será
la celebración, el almacenero borra la importancia de la gestación de la idea del
otro para otorgarse a sí mismo esa capacidad de crear: “La idea fue del enfermero, aunque no del todo; y pienso, además, que él
no creía en ella y que la propuso burlándose”; “(…) ya no necesitaba del
enfermero; había tomado una decisión y tenía resueltos casi todos los
detalles”; “Yo estaba ya mucho más lejos; pensaba en el árbol, dónde
conseguirlo y cómo adornarlo. Así que pude mirar al enfermero con amistad,
olvidando la sospecha de que hubiera propuesto los bailes para burlarse de mí y
del almacén (p. 8)”.[6]
El primero que aparece del triángulo
amoroso es el hombre, el basquetbolista, el muerto viviente “No es que crea imposible curarse, sino que
no cree en el valor, en la trascendencia de curarse. (P. 1)”. Un hombre al
que lo visitan dos mujeres, realidad opuesta a la soledad negada del almacenero,
“(el enfermero) estaba solo, y cuando la
soledad nos importa somos capaces de cumplir todas las vilezas adecuadas para
asegurarnos compañía, oídos y ojos que nos atiendan. Hablo de ellos, los demás,
no de mí. (p. 3)”; la primera, la “mujer” de lentes negros, la que todos imaginan
su amante o su esposa, que llega sola en su primera visita y acompañada, luego,
por un niño en la segunda, al cual el enfermero y la mucama llaman “hijito” y
el narrador “niño”. Nuevamente, lucha por el saber(poder)[7]
que otorga la verdad de un narrador que entra en juego para recuperarse del
error sobre la relación que le otorga la carta sobre la muchacha -tercera en discordia,
la segunda en aparecer- con el hombre. Primero, piensa en enrostrar esa
revelación al enfermero, a la mucama, al pueblo:“(…) pensé (…) contarlo a todo el mundo, burlarme de la gente de allá
arriba como si yo hubiera sabido de siempre y me hubiera bastado mirar la
mejilla, o los ojos de la muchacha (…) para no compartir la equivocación de los
demás (p.28[8])”. Pero, luego, no
comparte nada, no se burla, no usa su “verdad”, pues no desea perderla al
compartirla; pues eso mostraría a los otros, a quienes lo respetan, su
predicción errónea (pues la muchacha no es la amante, sino la hija de aquel) lo
que sería terrible, por eso mejor destruir, cubrir y descubrir ese cuerpo (el
del hombre, el de la literatura) para protegerse y justificarse: “Lo único que hice fue quemar las cartas y
tratar de olvidarme; y pude, finalmente, rehabilitarme con creces del fracaso,
solo ante mí, desdeñando la probabilidad de que me oyeran el enfermero, Gunz,
el sargento y Andrade, descubriendo y cubriendo la cara del hombre, alzando los
hombros, apartándome del cuerpo en la cama para ir hacia la galería de la
casita de las portuguesas, hacia la mordiente noche helada, y diciendo en voz
baja, con esforzada piedad, con desmayado desprecio, que al hombre no le
quedaba otra cosa que la muerte y no había querido compartirla. (p 28)”. Prefiere
callar, se guarda todo para sí al quemar la carta, al dejar que el relato
agonice para que el pueblo tenga ese vacío que podrá llenar con su malicia
natural y, de paso, restar legitimidad a la información que altera su
predicción. También calla para tapar su fracaso que se transfiere en
equivocación de los otros, pues “como si
yo hubiera sabido de siempre y me hubiera bastado mirar la mejilla, o los ojos
de la muchacha en la fiesta de fin de año
(…) para no compartir la equivocación de los demás (p. 28)”. De esa
manera, descalifica la necesidad de esa verdad para mantener su historia, pues
la lectura de la carta pudo haber sido errónea: “Porque, suponiendo que hubiera acertado al interpretar la carta, no
importaba, en relación a lo esencial, el vínculo que unía a la muchacha con el
hombre. Era una mujer, en todo caso: otra (p. 26)”.
A partir del encuentro-irrupción que provoca el hombre
en el mundo del almacenero con esas manos que “quisiera no haber visto del hombre (p. 1)”, se inicia un relato
para justificar y ocultar un error, tomando la idea -de José Luis Coy- de un narrador
que despliega su historia como un proceso de autojustificación ante su
predicción errada, su lectura equivoca de ese signo mudo que es el hombre, largo y curvado como un signo de interrogación,
ser sin rostro “una mano variable
que no correspondía a ninguna cara, a ningún par de ojos que insinuaran hacerse
cargo y deducir (p. 2)”. Esas manos
variables del hombre tienen más importancia que la cara; ese pedazo enfermo del
cuerpo constituye una metonimia del hombre y también de la culpa y del recuerdo
de un error. Aquél hombre apartado de todos, conduce al almacenero, al pueblo entero
y al lector, a creer que la muchacha, (esa que irrumpe sensual, provocativa,
inalcanzable, eróticamente fraccionada, ante el narrador, “No puedo saber si la había visto antes o si la descubrí en aquel momento,
apoyada en el marco de la puerta: un pedazo de pollera, un zapato (p. 9)”;
“Ahora ella se había colocado de pie frente a la puerta del almacén, mirando
hacia afuera, con las piernas firmes y las manos siempre enguantadas, blancas,
unidas sobre la cadera (p. 11)”[9]
), es la amante del hombre (por eso la Reina trata como “A esa putita, perdóneme, no sé qué le haría.
(p. 19)”); para, finalmente, descubrir, en las cartas que es la hija del
hombre con otra mujer ya muerta “aquel
amansado rencor que llevaba en los ojos y que había nacido, no sólo de la
pérdida de la salud, de un tipo de vida, de una mujer (p. 6)”; y “estuvo, mientras
miraba, evocando nombres antiguos, de desteñida obscenidad, nombres que había
inventado mucho tiempo atrás para una mujer que ya no existía (p. 21)”; “Heredó un dinero de la madre y tuvo el
capricho de gastarlo en esto, en curarme. (p. 26)”[10].
Esas cartas que ha ocultado en el fondo de un cajón significan el fin del
enigma sobre el triángulo, por eso la actitud de suspensión la verdad. El acto de retener esas cartas
plantea el deseo de mantener activo el relato, pues mientras que no se sepa la verdad se
podrá mentir e inventar una historia[11].
El descubrimiento resulta, ni más ni
menos, que la inminente muerte del hombre y del relato.
Aquella revelación empieza a clausurar el relato; expone
la verdad que obtura la posibilidad
de seguir inventando, niega el poder creativo del narrador y los suyos (el
enfermero, la mucama y los habitantes del pueblo). El silencio del hombre es la
materia prima, el vacío necesario -propicio- para llenar con chismes e
imaginaciones, pero al ser revelada, el narrador comparte con el lector el
fracaso de su predicción y lo único que queda es comenzar a cerrar el relato.
Esas habladurías que teje y desteje, descubre y cubre (movimiento que, además
del narrador, la muchacha lleva adelante con la sábana que cubre al cadáver de
su padre, quizás el único acto que los une) van llegando a su fin. Pues ya no
hay lugar para la imaginación –la escritura- con la que el almacenero ha creado
un cosmos en tensión o para ese chisme que ha funciona como principio constructivo
y motor creador de la historia “La
muchacha resurgió en los chismes del enfermero (p. 25)”.
[1] “La mayoría de los relatos
posteriores a La vida breve se abren
con la irrupción de un elemento extraño-extranjero, “otro” y transgresivo en el
espacio del narrador; lo insólito (la diferencia), que casi siempre proviene de
“otra” parte, rompe la estabilidad rutinaria del mundo cotidiano y familiar. La
apertura del relato como narración de la llegada de uno o varios personajes
extraños se reitera (en varios relatos)”. Ludmer,
Josefina. Onetti: Los procesos de construcción del relato. Editorial
Sudamericana. Buenos Aires. 1977.
[2] 2. tr. Favorecer o
acelerar el desarrollo de un proceso. Rae.es
[3]
Tanto Panesi como Ludmer admiten una lectura policial del relato. El primero
dice: “(…) en la nouvelle policial y en el relato de Henry James existe una
relación entre un secreto que pone en movimiento el deseo de saber, su posible
o imposible develamiento, y un desafío expreso a la capacidad cognitiva del
descifrador (p. 223)”(Ibíd. 1); la segunda: “Onetti se adhiere al sistema policial porque es el que exhibe
con más nitidez que narrar es el proceso de un saber, de búsqueda del saber;
porque muestra que narrar es contar por lo menos dos relatos, porque supone una elipsis, un blanco de no
dicho para desencadenar la escritura (p. 88)”. Panesi, Jorge, “La lectura
como adivinanza en Los adioses”, en Críticas, Buenos Aires, Ed. Norma, 2000.
[4] “Me basta verlos y no recuerdo haberme
equivocado; siempre hice mis profecías antes de enterarme de la opinión de
Castro o de Gunz (p. 1)”; “Los miro nada más a veces los escucho, el enfermero
no lo entendería, quizás yo tampoco lo entienda del todo: adivino qué
importancia tiene lo que dijeron, qué importancia tiene lo que vinieron a
buscar, y comparo una con otra. (p. 1); “(…) volví a mi sitio en el mostrador y
hablé con el enfermero de que es inútil dar vueltas para escapar al destino (p.
15)” Los adioses versión online.
Sobre este punto comenta Jorge Panesi: “La
adivinanza es un desafío y disemina su gesto hacia otros planos del relato:
“Adivinar” es uno de los verbos básicos de la narración. (p. 226)”; “El
almacenero es el oráculo interrogado sobre la muerte, la vida o la curación del
hombre (p. 229)”. ( ibíd.. 3)
[5]
Piénsese en otros relatos como “El pozo”, “Para una tumba sin nombre”, etc., en
que se observa que la intensión de narrar una historia no es más que una lucha
sin cuartel contra el tedio.
[6]
Jorge Panesi aborda este tema planteando que “El duelo con el enfermero se manifiesta en el doble plano comercial y
narrativo: la primacía y la propiedad sobre la idea de aprovecharse del fin de
año para organizar una fiesta son el punto máximo de una rencorosa rivalidad de
intereses que se muestran por las alusiones envidiosas del narrador a la cuenta
bancaria del enfermero y por la apropiación de la historia que trae la muchacha.
(p. 224)”. (Ibíd. 3)
[7] “La única justificación de la vida es el
Saber, que constituye él solo lo Bello y lo Verdadero. Hay que reunir todas las
lenguas extranjeras en un idioma total y continuo, como saber del lenguaje o
filología, contra la lengua materna que es el grito de la vida. Hay que reunir
las combinaciones atómicas en una fórmula total y una tabla periódica, como
saber del cuerpo o biología molecular, contra el cuerpo vivido, sus larvas y
sus huevos, que son el sufrimiento de la vida. Tan sólo una <<hazaña
intelectual>> es bella y verdadera, y puede justificar la vida (p. 28)”. Crítica
y clínica. Guilles Deleuze. Editorial Anagrama. Barcelona. 1996. En esta
relación con el “saber-poder” que se presenta en el discurso del almacenero y
su necesidad de, por este saber, generar una historia combinando datos externos
para, como una madre, parir su propia historia, hecha de pedazos de chismes
sobre un objeto vacío de significados que recarga de sentido para generar una
escritura nueva, sacada de un cuerpo enfermo que representa al hombre: “Pude explicarme la anchura de los hombros y
el exceso de humillación con que ahora los doblaba, aquel amasado rencor que
llevaba en los ojos y que había nacido (…) de la pérdida de una convicción, del
derecho a un orgullo. Había vivido apoyado en su cuerpo, había sido, en cierta
manera, su cuerpo. (p. 6)”. Ese cuerpo enfermo sirve para pensar esa teoría
de Deleuze donde “Lo que se desgaja de la
lengua materna son palabras-soplos que ya no pertenecen a ninguna lengua, y del
organismo un cuerpo sin órganos que ya no tiene generación (…) las letras
todavía siguen perteneciendo a las palabras maternas, y los soplos aún están
por descubrir en palabras extranjeras, con lo que sigue prisionero de la
condición de similitud de sonidos y significado: carece de sintaxis creadora.
(…) es preferible reconstruir el cuerpo puro que mantener un cuerpo enfermo
(p.31)”.
[9]
Pose castradora para el almacenero, está muchacha de Onetti, objeto de deseo,
guarda su pureza y protege su castidad de
pie, mirando hacia afuera, las piernas firmes, las manos unidas sobre la cadera.
Además esas manos no están desnudas sino que cubiertas por el blanco de la
pureza, lo que destaca, en el texto ya citado, Josefina Ludmer al postular que
“(…) el hombre no tiene relaciones con la
muchacha y la prueba no son únicamente las botellas sin abrir en el chalet
(ligadas por el narrador con la virginidad de las portuguesas, p. 769), sino
los guantes blancos que lleva como marca: la muchacha es virgen, intocable socialmente;
los guantes blancos vedan la zona de apropiación vinculada con el cuerpo, con
la captura física. Y la distancia puesta en las manos de la muchacha se reitera
en los “sobres marrones escritos a máquina” (p.738) que envía al hombre.” (ibíd.
1)
[10]
Sobre este punto hace referencia, parte del estudio ya citado en la nota 1, el
trabajo de Josefina Ludmer, añadiendo la posibilidad de que la muchacha, no sea
la hija y que esa mujer que ha muerto, que ya no está más en la vida del
hombre, falleció de tuberculosis y, probablemente, se la transmitió a él. Por
eso, la joven que tiene a su madre muerta que le ha dejado una herencia que
gasta en el hombre no hace más que pagar esa culpa del contagio, de la muerte
inevitable.
[11] “Decir la verdad es
imposible; los hechos desnudos no significan nada. Lo que importa es lo que
contienen o lo que cargan; y después averiguar qué hay detrás de esto y detrás,
hasta el fondo definitivo que no tocaremos nunca… Hay varias maneras de mentir,
pero la más repugnante es decir la verdad, toda la verdad, ocultando el alma de
los hechos. Porque los hechos son siempre vacíos, son recipientes que tomarán
la forma del sentimiento que los llene.” Fragmento de entrevista de Jesús
Ortega.
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